Cristianismo medieval

Índice

1 Significado histórico de “Cristianismo Medieval”

2 Circunscribiendo la cristiandad latina (siglos V-X)

2.1 La Ecclesia y la nueva situación de Occidente

2.2 El papel del monasticismo

2.3 La cristiandad carolingia

3 Circunscribiendo la cristiandad papal (siglos XI-XV)

3.1 El significado histórico de la afirmación del papado

3.2 El avance del poder papal

3.3 Las universidades y la escolástica medieval

3.4 El cristianismo y el disciplinamiento de la sociedad

3.4.1 Las cruzadas

3.4.2 El tribunal de la inquisición

4 Referencias bibliográficas

 1 Significado histórico de Cristianismo Medieval

 Ningún acontecimiento o característica particular nos autoriza a tomar como medieval, es decir, “como oposición o superación” de la antigüedad, el cristianismo que se desarrolló en Occidente después de la deposición del emperador romano Rómulo Augusto en 476. Desde el punto de vista político, las Iglesias de Occidente mantuvieron a partir de allí la misma tradición oriental de ser protegidas y, de cierto modo, gobernadas por la autoridad imperial romana y, a falta de ella, por los monarcas romanos-germánicos, haciendo repercutir históricamente el modelo social de la cristiandad (christianitas) definido después del llamado “giro constantiniano” del 313. Desde el punto de vista teológico, los debates alrededor de la naturaleza de Cristo y de su voluntad, el lugar y la acción del Espíritu Santo en la Trinidad y en la historia continuaron poblando la mente de los obispos orientales y occidentales, e inquietando a los gobernadores del Imperio que prosiguieron con la costumbre de convocar concilios ecuménicos y regionales, para buscar la paz y el consenso entre las muchas teologías de la Iglesia. Eso no impidió que los cambios profundos hayan marcado el futuro de esa historia como, por ejemplo, el gradual alejamiento cultural, teológico y disciplinario entre las iglesias orientales y las iglesias occidentales (entre los siglos V-XI), el surgimiento de las iglesias nacionales, con la formación de los reinos bárbaros (siglos V-VI), la ascensión del papado como centro del gobierno eclesial dispuesto a ocupar el punto más alto de autoridad en la Ecclesia (siglos V-XI), la intensificación de los sistemas de persecución de los desvíos dogmáticos y morales que de a poco fueron asumiendo características siempre más sociales y políticas (siglos VIII-XIV), y atrayendo para sí un significado histórico de primera grandeza en el Occidente latino.

 2 Circunscribiendo la cristiandad latina (siglos V-X)

 2.1 La Ecclesia y la nueva situación de Occidente

 En el siglo V, el mundo romano vivenció un giro importante en su historia con consecuencias considerables para la historia del cristianismo: poblaciones extranjeras, que los romanos llamaban de bárbaras (godos, burgundies, suevos y vándalos), se instalaron definitivamente en las regiones occidentales del imperio (GEARY, 2005). Probablemente estas poblaciones no eran cristianas antes de su entrada en el territorio romano y el proceso de cristianización de esos pueblos es bastante amplio y complejo, marcado, a grosso modo, por una adopción colectiva del cristianismo, ocurrida como parte de la instauración de los llamados reinos federados (o romano-germánicos), es decir, substitutos de la autoridad romana en las provincias occidentales (DUMÉZIL, 2005, p.143-64). Por lo tanto, se trataba de un acto político realizado a partir de la decisión de los gobernantes bárbaros y extensible a las poblaciones que reconocían su autoridad (WICKHAM, 2013, p.118-9). Mientras los ciudadanos del imperio en Occidente profesaban la fe defendida por los concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Caledonia (451), las poblaciones bárbaras adoptaron otro tipo de cristianismo, definido en los concilios regionales de Seleucia y Rimini en 359, cuya doctrina fue llamada de forma peyorativa de “ariana” porque, según sus críticos, se trataba todavía de defender la subtalternidad de Cristo en relación al Padre, premisa defendida por Ário de Alejandría y rechazada por el Concilio de Nicea. No obstante, para los bárbaros la cuestión no era el dogma, sino la construcción de una identidad colectiva para grupos multiétnicos, como los godos y los vándalos, que encontraron en el cristianismo una forma de afirmarse como comunidad diferente de los romanos.

Así, mientras el episcopado latino (niceno) veía a los bárbaros como “arianos”, es decir, herejes, los bárbaros veían a los cristianos nicenos (latinos) como romanos: dos posturas, dos tipos de iglesia (FRIGHETTO, 2010, p.114-30). Los reinos romano-germánicos instalados en Occidente poseían una jerarquía eclesiástica particular formando iglesias propias, nacionales, que se identificaban con las poblaciones bárbaras y era defendida por ellas como marca de su identidad comunitaria. Con excepción de los vándalos en el Norte de África, los cristianos que se llamaban de arianos no acostumbraban entrar en conflicto o intimidar a los cristianos nicenos, con quienes convivían en las mismas ciudades, no destituían a los obispos nicenos, no confiscaban sus bienes y mucho menos pretendían convertir a los latinos, actitud muy practicada por éstos. El episcopado latino (niceno) principalmente buscó influenciar los mecanismos de gobiernos de estos reyes que, a pesar de no ser nicenos, pretendían adoptar la tradición política romana y, por ello, vieron en el episcopado latino un vector importante de romanización. Tal demanda suscitó una alianza entre el gobierno y la fe, aunque con características diferentes de la alianza de los tiempos de Teodosio I (380). En Oriente, el jefe visible de la Iglesia era el emperador pero en Occidente, sin autoridad imperial desde 476, este cargo quedó vacío, pues los reyes al no tener fe nicena, eran legalmente heréticos y, en este sentido, no podían ser vistos por los obispos en la misma condición de los emperadores. Así, el episcopado católico latino tomó para sí la misión de evangelizar a los reyes y enseñarles a gobernar. Entre todos los obispos, el de Roma asumió un puesto destacado.

El hecho de existir en Occidente apenas una Sede apostólica, la de Roma, elevó la autoridad de su obispo a una posición única entre los obispos de las diversas iglesias que, a pesar de ser latinas, todavía no se reconocían como dependientes de una tradición romano-papal, como es el caso de la iglesia ibérica o de la iglesia norte-africana. La situación era un poco diversa en las Galias donde, debido a la política, el emperador Valentiniano III en 444 vinculó la iglesia galicana a la iglesia de Roma, haciendo que sus obispos obedezcan a todas las leyes canónicas sancionadas por el papa, a aceptar las advertencias que él fuera a realizar, pudiendo inclusive ser castigados políticamente si el papa los denunciase al gobernador de la provincia.

En 595, cuando el papa Gregorio Magno envió cuarenta monjes romanos al reino de Kent (sur de la actual Inglaterra), aún pagano, con la misión de convertir al rey Etelberto y fundar la iglesia en el reino (597), vinculó jurídicamente aquella iglesia, comandada por Agustín de Cantuaria, su antiguo colaborador en Roma, a la autoridad papal. La marca de esta dependencia, inédita en la historia de la Iglesia, quedó evidente en el rito de concesión papal del palio pastoral al obispo primaz de Cantuaria. Este gesto sería repetido con otro monje-obispo misionario, Bonifacio (673-754) que, bajo las órdenes de otro papa llamado Gregorio (Gregorio II, papa desde 715 hasta 731), tomó a pecho la evangelización de las áreas germánicas de Sajonia, Hesse y Bavaria: una evangelización difícil, violenta e impuesta que llevó al paroxismo la tendencia de los reinos bárbaros de ser convertidos junto con sus reyes (BROWN, 1999, p.273). La entrega del palio, que marcaba la extensión de la autoridad papal sobre las iglesias de misión, fue después obligatoria para todos los obispos metropolitanos.

2.2 El papel del monasticismo

Los monjes y sus monasterios se transformaron en los principales vectores de la evangelización de Occidente porque supieron adaptar el cristianismo a las regiones no romanizadas. En primer lugar, es necesario tener presente que la implantación primitiva de las comunidades cristianas siempre dependió del sistema administrativo romano de las civitates (ciudades): este presupuesto era muy difícil que existiera en áreas no romanizadas o en regiones del norte de Europa, donde no había ciudades o donde ellas eran muy raras. Además de ser necesario que existiera una ciudad para que hubiese un obispo, los monasterios podían ser construidos en regiones yermas, con o sin población previa, con o sin sistema político definido, propiedades y jerarquías eclesiásticas. En este sentido, los monasterios siempre fueron más plásticos más adaptables a los más diversos ambientes, dado que el monasticismo en sí mismo, no es considerado una institución, sino un modo de vida, más aun en una región de fuerte predominancia de comunidades rurales de pequeñas proporciones o frente a la existencia de un sistema de clanes o tribal, como era el caso de Irlanda en el siglo V (DUMÉZIL, 2006, p.58). Los monasterios se adaptaban a toda suerte de ambientes y, en todos ellos, establecían iglesias y ofrecían los sacramentos y la predicación, reproduciendo así aquello que antes apenas la ecclesia mater del obispo presente en una ciudad era capaz de ofrecerlos.

Recordemos también que el monasticismo de Occidente, inspirado en el modelo oriental, concebía su forma de vida a partir de una profunda ascesis que se traducía, muchas veces, en el enfrentamiento concreto de los peligros y desafíos que las regiones más inhóspitas y las poblaciones aun no cristianizadas tenían para ofrecer. No podemos interpretar la fuga mundi, uno de los grandes temas de la vida monástica, como un desinterés por el mundo en cuanto campo de acción de la vida espiritual. Los monasterios jamás fueron cerrados a la sociedad que lo circundaba y, a partir de la experiencia cenobítica propuesta por la Regla de San Benito de Nursia (480-543), siempre se presentaban como escuelas de servicio del Señor, tanto para aquel que con vocación llegaba al monasterio, como para los habitantes de las proximidades.

Mientras la iglesia episcopal, implantada solamente en las ciudades, constituía un espacio público de culto, los monasterios podían ser construidos por particulares en propiedades privadas, lo que, por un lado, abría la posibilidad de que existan tantos monasterios como benefactores existieran y, de otro lado, asociaba el monasterio al patrimonio de una familia que buscaba, por medio de su construcción, vincularse a un capital espiritual inagotable, proporcionar la existencia de un lugar de memoria para los parientes allí sepultados, así como encontrar un futuro para los hijos e hijas que no hubieran conseguido buenos casamientos: el monasterio reproducía el status aristocrático de la familia (LE JAN, 2006, p.56-82). La Regla de Benito, por ejemplo, valorizaba la práctica de donación de hijos pequeños al monasterio (los oblatos), junto con la donación monetaria o patrimonial que aseguraba su educación, lo cual transformó a las abadías en verdaderas casas aristocráticas. De este modo, el cenobitismo de observación benedictina correspondía adecuadamente a las características nobiliarias de las sociedades romano-bárbaras que se desarrollaron en Occidente entre los siglos V-VIII. Esto constituye una explicación importante del éxito de la vida de monasterio en Occidente en el proceso de cristianización, en la medida en que el avance del evangelio fue interpretado como el avance de las estructuras socio-políticas de los reinos romanos-germánicos simultáneamente.

En las regiones germánicas que no habían conocido la romanización y urbanización, las comunidades cristianas fundadas allí a partir del siglo VII, dependían exclusivamente de la acción de los monjes como San Bonifacio, quienes al construir monasterios como base primaria del inicio de la evangelización, dieron origen a verdaderas ciudades construidas exclusivamente sobre la tradición cristiana y según un presupuesto cristiano. Esto fue así porque los monasterios de matriz benedictina se organizaron como núcleos autónomos de producción de bienes, miniaturizando y adaptando el sistema urbano en los límites del claustro y desde allí hacia las proximidades, siendo importantes en la reproducción de los sistemas socio-políticos del Occidente cristiano.

Como vimos, Bonifacio estaba investido de autoridad misionaria conferida por el papa de Roma y era militarmente protegido por las armas del reino franco. No obstante, la comunión de intereses entre los monjes misionarios de San Bonifacio, la Sede papal y el poder carolingio fueron las que dieron vigor al modelo de la cristiandad latina, teniendo su centro espiritual en Roma y su centro político en Galia. A pesar de que la acción de los carolingios, que instauraron un imperio cristiano en Occidente bajo las bendiciones de los sucesores de San Pedro, haya abarcado una reforma social mediante una reforma completa del clero, ellos contaban con el apoyo irrestricto de los monjes, como una falange heróica de misioneros contemplativos que, en el caso de la evangelización de Frisia (actual Holanda), hizo revivir el antiguo espíritu martirial de los orígenes. De hecho, entre los siglos VII-IX los monasterios fueron, de hecho, los centros intelectuales de la cristiandad latina, pues los carolingios, incluyendo allí a sus ideólogos, entendían que el imperio cristiano no era apenas un imperio de armas, sino de palabra y, sobre todo, de la Palabra en el sentido evangélico.

Los monasterios se transformaron en talleres de manuscritos, de gramática, de arte, de pensamiento. Allí estudiaban los funcionarios de la burocracia imperial que, después, fundarían las escuelas catedrales (siglo IX) y, posteriormente, las facultades que dieron origen al sistema universitario occidental (siglo XII). Esto no significó que los monjes se hubieran apropiado de la cultura escrita, patrimonio universal, e impedido que los laicos se aproximaran a ella; al contrario, la cultura romano-bárbara, propia del período carolingio, segmentaba la sociedad en categorías casi profesionales, reservando para los contemplativos el oficio de las letras, para los aristócratas laicos, el oficio de las armas y para los no aristócratas, los restantes trabajos manuales. Así, debemos a los monasterios gran parte de toda la cultura cristiana de Occidente, incluyendo el arte, la filosofía y el pensamiento político.

2.3 La cristiandad carolingia

La dinastía carolingia debe su nombre a Carlos Martel (686-741), abuelo de Carlomagno (747?-814) y padre de Pepino III (715-768): Carlos dio origen a la familia aristocrática que promovió un golpe de Estado (WICKHAM, 2013, p.472) en el reino franco en 751, deponiendo al rey merovingio Childerico III. Este golpe contó con el aval y la connivencia del obispo de Roma, el papa Zacarías (741-752), y con sus sucesores inmediatos que, uno a uno, fueron aprobando y otorgando privilegios a la nueva familia reinante: los papas concedieron a los carolingios el título de reyes, los ungieron, los coronaron, los hicieron emperadores de todo Occidente, implementaron con ellos un proyecto que debía transformar todo el territorio occidental en una sola cristiandad, capaz de rivalizar y suplantar la cristiandad de Oriente, que en aquella época era gobernada por los emperadores iconoclastas. La unión del papado con los carolingios tuvo una terrible importancia en el futuro de la historia de la Iglesia: por un lado, ratificó el golpe de Estado, transformándolo en voluntad de Dios; por el otro lado, protegió al papado de las embestidas de los reyes lombardos que insistían en no reconocer la superioridad política de los papas de la península italiana. Esta época marcó el inicio decisivo de un camino institucional que elevó a los obispos de Roma a la calidad de soberanos pontífices, proceso que demoró siglos y que exigió un gran esfuerzo. Pero, en el siglo VIII, la autoridad apostólica de la Sede de Roma, reconocida por todas las iglesias del Occidente, aún no poseía la supremacía de los papas sobre los obispos o sobre los reyes.

Así, la cristiandad que vemos en este período debe llamarse de forma más apropiada de carolingia o franca porque sus fronteras aún coincidían con las del reino franco-carolingio. De hecho, los ideólogos del poder real, incluyendo allí a los clérigos de la cepa de Alcuino de York (735-804) y Teodulfo de Orleans (750-821), bien como los diversos concilios y sínodos episcopales, como el de Frankfurt de 794, insistían en tomar como sinónimos los términos ecclesia (iglesia) e imperium (imperio) (DE JONG, 2003, p.1255). No obstante, este hecho cuadraba bien con la propuesta de dominación política de Carlomagno, quien promovió una aproximación entre su reino y el del antiguo Israel, gobernado por David, Salomón y Josías, tres figuras que aparecen siempre citadas en los documentos emanados de la corte real y representados en las iglesias de sus palacios. En el fondo, se esperaba que el reino de los francos superara al de los israelitas del Antiguo Testamento porque constituía el reino de Cristo y, por lo tanto, era universal y escatológico. Dentro de esta perspectiva, las acciones políticas y militares de Carlomagno, y después de Luis el Piadoso (778-840), fueron emprendidas e interpretadas con el mote veterotestamentario del exterminio de los enemigos de Dios, ahora identificados como los musulmanes, los paganos y todo tipo de herejes.

Por tratarse de un imperio-iglesia, las celebraciones litúrgicas, bien como las definiciones doctrinales, asumían un puesto de primera importancia y preocupaban mucho a los emperadores carolingios, al final eran las oraciones las que mantenían la invencibilidad del reino y la expansión de la fe. En el siglo IX, se encontraban en el territorio franco los más brillantes liturgistas, los teólogos de renombre con sus escuelas monásticas o episcopales. La corte de Carlomagno en Aix-la-chapelle, justamente llamada de sacrum palatium, era vista por los obispos de Occidente como el centro de la perfecta liturgia, modelo para las otras iglesias particulares. Fue uno de los monasterios de Carlos del que tal vez haya salido la mayor reforma de la misa latina, pues se mezclaban, adaptándolas, las liturgias galicana y romana, en una síntesis que pasó a definir el misal romano, desde entonces transformado en universal en el imperio, y que puso fin al misal galicano que rápidamente cayó en desuso.

A pesar de reconocer que, sin los papas, los carolingios no hubieran llegado tan lejos, ellos sabían bien que la cristiandad que formaban era completa en ella misma, por cuenta de la fraternidad entre los obispos y reyes. En esta época, tanto los obispos como los reyes sabían bien que el poder de las llaves dado a Pedro por Jesús, conforme el evangelio de Mateo, capítulo 16, era extensible al poder episcopal como untado y que los papas de Roma aún no tenían la exclusividad en ese campo (DE JONG, 2003). Así es como el concilio de Frankfurt de 794 invalidó para Occidente los efectos del segundo concilio de Nicea (787) que, presidido por una mujer, la emperatriz Irene, puso fin al cisma iconoclasta; tal era la autoridad del episcopado carolingio que, aún cuando el papa de Roma hubiera sido considerado legítimo y ecuménico, fue obligado a tergiversar y encontrar un punto de equilibrio entre las dos eclesiologías. No obstante, la iglesia carolingia al negar la posibilidad de conferir a los íconos una reverencia desmezurada, como pretendía el II Concilio de Nicea, buscaba asegurar que tanto el sacramento eucarístico cuanto el propio ministerio episcopal no perdiera el papel exclusivo de los mediadores entre Dios y los hombres. En este momento, fue el episcopado comandado por Carlomagno quien mantuvo a la Iglesia latina en la tradición de Gregorio Magno, para quien las imágenes e íconos eran vehículos de enseñanza doctrinal y moral y no objetos de veneración por sí mismo. La fuerte idea de que el imperio cristiano mantenía la integridad de la fe dio a los clérigos y fieles la impresión de que vivían, de hecho, en el reino de Cristo y que ese reino ahora se aproximaba.

Por más cristiano que el imperio Carolingio fuera, permanecía el hecho de que, teológicamente, la ecclesia poseía una naturaleza diferente de la del reino terrenal, nacido, según el Génesis, después del pecado de Adán; la ecclesia, a juzgar por la literatura patrística, como el Pastor de Hermas, antecedía a la creación del mundo. No obstante, la conciencia de los obispos del período carolingio y post-carolingio fue gradualmente aumentando la reflexión sobre los límites del poder regio sobre la noción misma de la iglesia y, con eso, tenemos el surgimiento de las inflexiones eclesiológicas en nuevas bases. No es que el episcopado y, con él, el papado fueran ya suficientemente fuertes al punto de negar a los reyes y príncipes el lugar fundamental en el concepto de ecclesia, sino que ya no querían permitir que el papel desempeñado por ellos sirviera para disminuir el poder de los obispos, bien como el tamaño de sus bienes, frecuentemente utilizados para las necesidades de los propios reyes.

3 Circunscribiendo la cristiandad papal (siglos XI-XV)

3.1 El significado histórico de la afirmación del papado

 Entre los más frecuentes estereotipos de la llamada Edad Media se encuentra aquel relativo al poder temporal de los papas. Se piensa que hayan sido hombres todo poderosos capaces de someter reyes y emperadores e instaurar el orden social en los momentos de crisis, cuando reyes y emperadores, por motivos torpes, no eran capaces de cumplir su papel. Tales estereotipos encontraban el aval de importantes historiadores, en la medida en que, en el siglo XX, muchos de ellos vieron en el papado medieval el inicio del orden político-estatal que marcó, inclusive, el fin de la Edad Media y comienzo de la modernidad (RUST, 2014). La época de los papas estadistas, monarcas sacerdotales indiscutibles, parece hoy más el producto de un mito historiográfico moderno que un hecho social instaurado en la época que estamos tratando. No es que los papas no hayan ejercido una amplia y estable autoridad más allá de los límites de la diócesis de Roma y de sus iglesias suburbicarias, sino que debemos distinguir los diferentes niveles y significados del primado romano a lo largo de la historia.

 3.2 El avance del poder papal

 Diversos documentos históricos nos llevan a ver que, a partir del siglo XI, los papas comenzaron a reivindicar mayor reconocimiento de su poder temporal. Esta actitud formó parte de un movimiento clerical, intelectual y monástico que, de a poco, comenzó a querer revertir las reglas del juego, buscando que el papado surgiese como único poder capaz de gobernar legítima y eficazmente la cristiandad. El desenlace de esta historia fue conocido, desde por lo menos la obra de Augustin Fliche (1924), como “Reforma Gregoriana”. Se dice que la reforma promovida por los papas del siglo XI fue responsable por la liberación de la Iglesia de la influencia de los señores laicos que, por la fuerza de su propia condición, no podían interferir en los asuntos eclesiásticos sin desvirtuarlos y degenerarlos. Se dice también que la reforma moralizó al clero, afirmó el celibato, excluyó los clérigos casados e instituyó la vida en comunidad como estado ideal para los padres. Se dice que la reforma volvió a los papas independientes de las presiones imperiales e impidió a los emperadores imponer su candidato durante el cónclave.

De hecho, sabemos que hubo una tendencia disciplinar y espiritual, de carácter reformador, que cuestionaba la moral de los clérigos y la situación de la iglesia. Pero esta tendencia nunca fue controlada únicamente por los papas ni por los clérigos aliados a ellos. Entre los que fueron elegidos papas por la influencia de los emperadores y después depuestos por papas opositores como Clemente III (1029-1100) y Gregorio VIII (✝1137), existían muchos clérigos que defendían las mismas ideas morales de León IX (1002-1054) y Gregorio VII (1020-1085) como el fin de las investiduras, el celibato obligatorio y el combate a la simonía. Los monjes y eclesiásticos que profesaban la reforma de la Iglesia convivían también con grandes sectores del laicado que defendían los mismos valores y exigían una purificación de la cristiandad. Con eso, decimos que la renovación espiritual no opuso clérigos sedientos de santidad y laicos corruptos por el mundo. Éstos nunca fueron obstáculos para la reforma, sino más bien, grandes entusiastas: en otras palabras, no fueron víctimas de la reforma, sino sus agentes. En este sentido, es bueno que evitemos pensar que la reforma del siglo XI fue gregoriana o clerical, pues, en verdad, era una anhelo instaurado en la base de la sociedad cristiana y contó con el apoyo de los laicos, como la condesa Matilde de Canossa (1046-1115), brazo derecho del papa Gregorio VII. De todas maneras, teológicamente, el papado salió del siglo XI muy fortificado: como escribía Congar (1997, p.104), a los ojos de la curia romana, no era más la Ecclesia quien constituía la realidad fundamental de la fe, sino el papa: sin papa, no había iglesia. Este discurso eclesiológico contó con el apoyo irrestricto de hombres tales como Gregorio VII, Pedro Damián (1007-1072), Bernardo de Claraval (1090-1153) y tantos otros oriundos de monasterios justamente alzados a la inmunidad por veneplácito papal. No obstante, aceptar la premisa de que es el papa quien instaura la Ecclesia es admitir que las iglesias patriarcales y autocéfalas de Oriente no eran propiamente iglesias y, con esto, tenemos un verdadero cisma. Pero, aun en Occidente, aquellos obispos y teólogos que, motivados por la autoridad de la tradición, defendían la antigua eclesiología, fueron llamados heréticos simoníacos porque dudaban de que solo los papas podían generar la iglesia, defensores de una iglesia imperial (constantiniana) que usurpaba los poderes papales: el principal campo de observaciones de estos embates está, desde mi punto de vista, en el proceso de elección de los nuevos obispos, los cuales, según la antigua costumbre, eran elegidos por el clero y por el pueblo de la iglesia local, pero que durante los siglos IX-X, pasó a ser atributo del sistema imperial. No obstante, el papado de los siglos XI y XII buscó retirar tanto del clero/pueblo cuanto del imperio esta prerrogativa, centralizando la elección de los obispos en las manos de la Curia romana. Se puede entender esta ascensión del papado, por un lado, como parte del proceso de la propia ascensión de Occidente y del avance de una eclesiología romano-céntrica que tenía, en aquella época, mucha aversión a las eclesiologías orientales. Pero este gran cambio de perspectiva no habría alcanzado los niveles que conquistó sin los arreglos estratégicos entre el papado y las poderosas órdenes monásticas, como Cluny y Cister, órdenes que pretendían controlar la sociedad señorial (o feudal) más que hacer desaparecer una supuesta iglesia mundanizada (IOGNA-PRAT, 1998).

 3.3 Las universidades y la escolástica medieval

 El surgimiento de las universidades, entre los siglos XII y XIII, dio todavía mayor sustentación al sistema sociopolítico de la cristiandad latina, pues le proveyó no solo el vehículo difusor, sino también las ideas a ser difundidas y que sostendrían la universalidad de la sociedad cristiana. Así, al lado de la autoridad de los papas y del poder de los emperadores y reyes, la universidad nació como una tercera fuerza (el studium, o en otros términos, la ciencia) que, como en un trípode, ayudaba a mantener erguidos los otros dos poderes: en las palabras de Lima Vaz (2002, p.21), la universidad era un “órgano institucional de cuerpo religioso-político de la cristiandad” que desplegaba su carácter docente. Las universidades fueron fundadas en ciudades como Paris (1200), Boloña (1158), Montpellier (1220) y Oxford (1208) y se organizaban como una corporación de oficio, es decir, una asociación de maestros y/o de alumnos preocupados por proteger el status quo de la profesión intelectual. En este sentido es que se puede decir que las universidades ultrapasaron los límites jurídicos, científicos y didácticos de las escuelas catedrales y monásticas que habían marcado la historia de la Iglesia latina en los siglos anteriores. No estaban más vinculadas a la autoridad de un obispo (como la escuela catedral) o de un abad (como la escuela monástica). Las universidades nacieron del deseo de garantizar la libertad y autonomía institucional para lo cual se las llamó de facultades, divididas en dos tipos: el primero, la facultad preparatoria de artes, que enseñaba las disciplinas liberales (lógica, gramática, retórica, aritmética, música, geometría y astronomía) y se transformó a mediados del siglo XIII, propiamente en una facultad de filosofía especializada en los estudios aristotélicos y judeo-musulmanes; el segundo tipo eran las facultades superiores, básicamente divididas en tres: la facultad de teología, considerada el arte de las artes, la facultad de derecho (canónico y civil) y la facultad de medicina. Como enfatiza Verger (1999, p.82), la autonomía pretendida por las universidades buscaba la capacidad de la institución de producir su propia organización interna, estableciendo sus estatutos, currículos, metodologías, títulos, cursos, etc.; tenía también la intención de impedir la instrumentalización de estos centros de saber por parte de los poderes exógenos a ellos, laicos o eclesiásticos, reservando a los maestros y también en algunos casos a los alumnos el poder de decisión sobre los mecanismos de reproducción del saber y la gestión de recursos allí invertidos.

Desde mi punto de vista, resulta curioso ver el hecho de que las universidades, expresión concreta de una cristiandad que se piensa y se proyecta, utilizaron la herencia filosófica greco-romana que solo era accesible a través de las comunidades que la cristiandad excluía de sí, como los musulmanes, los cristianos ortodoxos (“cismáticos” para los latinos) y los judíos: éstos eran los que tenían acceso a los más antiguos manuscritos, las traducciones siríacas y árabes por medio de las cuales los textos griegos llegaron al medioevo occidental. Esto nos lleva a ver que, en el universo de las bellas letras, no había fronteras étnicas y religiosas: la sabiduría antigua recorría el Mediterráneo de este a oeste en diversas copias que se multiplicaban en escuelas habitadas por maestros musulmanes, cristianos (orientales y latinos) y judíos, en una relación amigable que la mentalidad euro-céntrica de hoy tiene dificultades para aceptar.

Desde el punto de vista académico, las universidades de la cristiandad fueron marcadas por un método de investigación que, en latín, se llamaba disputatio (debate) y que consistía en la proposición de una cuestión (quaestio) por un maestro que exponía a sus alumnos, dispuestos a su alrededor, a los embates de tesis en conflicto, a silogismos y contra-argumentaciones, hasta llegar a la conclusión considerada más adecuada al juego de la filosofía. En las palabras de Alain de Libera (1999, p.148), el pensamiento universitario medieval es profundamente agoníastico, “la ley de la discusión se impone a todos”. Al lado de las disputas, el comentario a los textos de las grandes autoridades (auctoritates) de la cultura cristiana (Biblia, Padres de la Iglesia y filósofos greco-romanos y árabes) constituía otra vertiente importante de investigación escolar: en el caso de la teología, comentar el Libro de Sentencias de Pedro Lombardo constituía la etapa fundamental para la obtención del título de baccalarius theologiae. Parafraseando a Tomás de Aquino (Liber de coelo et mundo, I, lect. 28, n.8), se puede decir que el comentario no era apenas un intento de entender lo que las autoridades habían dicho, sino una manera de buscar la verdad en las cosas. Es así, por medio de debates y comentarios, de sumas y tratados, que pensadores como Tomás de Aquino, Alberto Magno, Alexandre de Hales e Boaventura de Bagnorégio, solamente para citar a los más conocidos, se destacaron por profundizar el diálogo entre el cristianismo y helenismo, entre revelación y filosofía: dejaron como legado para Occidente una reflexión filosófica original y suficientemente madura que, en muchos aspectos, contribuyó para el desarrollo de la filosofía moderna.

Sin embargo, es bueno decir que permanece como paradoja el hecho de que hombres como Tomás de Aquino y Boaventura de Bagnorégio se hayan transformado en los nombres más famosos entre los teólogos medievales. Oriundos de dos importantes órdenes mendicantes, ambos maestros no hicieron teología como una primera vocación, pues compartían el ideal fundacional de sus congregaciones por la cual la erudición académica estaba al servicio del anuncio del Evangelio contra los enemigos de la Iglesia. Dominicanos y franciscanos, antes de ser teólogos, debían ser predicadores y este oficio, renovado desde el Concilio de Latrán IV (1215), se dirigía más propiamente a la conversión de los herejes e infieles que al anuncio kerigmático ad gentes. El significado histórico de esta opción para la consolidación de los estudios teológicos no puede ser minimizado. Por cerca de veinte años (desde 1254 hasta 1274), los maestros universitarios de Paris, miembros del clero secular, levantaron sus armas intelectuales contra los mendicantes y su enseñanza: combatían la “hipocresía de su pobreza” y criticaban la manera poco corporativa de lidiar con la enseñanza (CONGAR, 1961). Así, el papado precisó intervenir para garantizar a los frailes la permanencia en sus cátedras y, con esto, al mismo tiempo, reforzar la propia autoridad sobre las universidades. La alianza mendicantes-papados hizo que las universidades, sobre todo la facultad de teología, fueran un instrumento para agrandar y fortalecer el tono conquistador de la cristiandad principalmente en un período de gran cuestionamiento de las bases religiosas y morales del programa católico. Los frailes mendicantes, nacidos bajo la égida de la defensa de la fe contra los enemigos de la Iglesia, buscaron las universidades para tener aún más condiciones de luchar por la causa de la cristiandad. Los papas, desde Inocencio III, si no antes, cuidaron especialmente las universidades porque de allí salían los discursos apologéticos de las sociedad cristiana presidida por la Sede apostólica: la facultad de teología, a pesar de toda la contribución para el desarrollo filosófico, estaba al servicio de la reforma de la Iglesia, lo que incluía ciertamente el enfrentamiento con los disidentes, los infieles, los paganos. La producción del saber era la consecuencia de una lucha reñida entre las fuerzas de Cristo, en su Iglesia, y las del anticristo, entendido como lo opuesto de la sociedad cristiana latina (la imagen inversa de sí misma, visible en las tierras islámicas)

 3.4 El cristianismo y el disciplinamiento de la sociedad

 Es común oír o leer afirmaciones categóricas sobre los métodos violentos, grotescos y nada razonables con los que la Iglesia o el imperio cristiano se valieron para coaccionar, cercenar o hasta ejecutar la vida de hombres y mujeres que, por algún motivo, enfrentaron su autoridad. Nombres como inquisición, cruzadas, herejía suscitan un sin fin de sentimientos que, mezclados a la impericia en el campo de la historia, resultan dañinos para la comprensión del período. Antes que más nada, debemos señalar que el cristianismo, en cuanto sistema religioso antiguo, se distingue de las religiones mediterráneas justamente por incluir en su sistema de creencias una moral estrictamente definida en términos de reacción a la cultura mediterránea generalizada por el Imperio romano; en este sentido, no bastaba la rectitud del culto o de la fe (ortodoxia); era necesario que el creyente presentase también la rectitud de la conducta, en el ámbito privado y público (ortopraxia), traducida en una vida disciplinada y ascética. Esta característica cristiana es tan marcada que, en las más antiguas elaboraciones teológicas sobre la legitimidad de los poderes políticos, pensadores cristianos, como el Apóstol Pablo, admitían que, en nombre de la corrección de los vicios, Dios se valía del uso de la fuerza física, ejercida por los gobernantes, o de la fuerza espiritual, desempeñada por los legítimos pastores y ministros eclesiales y, en la medida en que la coacción proporcionaba la práctica del bien, ella era buena y meritoria (SENELLART, 2006, p.72). Sin embargo, el ministerio episcopal siempre fue concebido a partir de esta matriz disciplinatoria y moralizante que colocaba a los obispos en posición de fiscales de las conductas de su rebaño, siempre listos para exhortar, corregir y castigar. La historia del sacramento de la reconciliación y de los mecanismos de readmisión a la comunión eclesial de aquellos que de ella salieron muestra cuán grande era el carácter disciplinante de la comunidad cristiana. En los tiempos medievales, esta característica se acentúa en la medida en que los ideales de edificación del nuevo pueblo de Dios, confundido con el reino franco carolingio y, en el límite, con la propia cristiandad latina, exigían que hubiese una concreta adecuación moral compatible con la unidad doctrinal. Esto solamente era posible y se justificaba delante de una cultura que, al contrario de la nuestra, priorizaba la sincronía en la que pasado, presente y futuro estuvieran siempre implicados en el ahora y el comunitarismo, es decir, la creencia de que la vida comunitaria es la expresión más elevada de la caridad, transformaba a la sociedad en un solo cuerpo, teniendo a los individuos como miembros. De allí que la enfermedad moral de una persona implicaba necesariamente la salud espiritual de todo el organismo social y por eso todo pecado, vicio o error precisaba ser corregido para mantener el orden social (MIATELLO, 2010).

3.4.1 Las cruzadas

Las cruzadas fueron parte de un movimiento prioritario, pero no exclusivamente militar, de inspiración escatológica, milenarista y penitencial, oriundo de una idea de cristiandad expansionista, propia de la experiencia carolingia, y vinculado a los diversos problemas y crisis político-sociales que marcaron la historia del Occidente latino; su objetivo inmediato era la liberación de Jerusalén y de los otros lugares Santos de la vida terrena de Cristo que, desde el siglo VII, estaban bajo el orden político del imperio musulmán. Este compromiso contemplaba todos los demás objetivos de instaurar el orden cristiano romano-germánico, por medios militares, en los espacios dominados por la ortodoxia bizantina (o cualquier otro tipo de ortodoxia), por el islamismo y por cualquier otra eclesiología que no se adecuase a los presupuestos occidentales de inspiración carolingia-papal. Cronológicamente, el movimiento cruzadista puede ser situado entre finales del siglo XI (1095) extendiéndose hasta 1272, por lo menos. En términos generales, las cruzadas sumaban dos situaciones bastante importantes de la cristiandad latina: la dimensión guerrera, constitutiva de los aristócratas y reyes cristianos, y la peregrinación que, de larga data, era uno de los mecanismos más relevantes de penitencia y, por lo tanto, de reinserción social de aquellos que pecaron y quebraron la unidad del cuerpo que era la sociedad cristiana. Aunque la aristocracia guerrera haya encontrado siempre un lugar y función eclesial, la invención de la caballería, alrededor del siglo XI, trajo a la luz, más de una vez, el debate sobre la legitimidad de la violencia y el uso de las armas en el seno de la sociedad cristiana (FLORI, 2013): una vez pacificada, se cree que la cristiandad no podría verse escindida en grupos rivales, en una lucha fraticida, exactamente lo que nunca dejó de suceder, una vez que la cristiandad, a pesar de ser fuerte, jamás consiguió borrar por completo el peso de la tradición regionalista de las grandes familias que daban origen a los señoríos, principados y hasta reinos. De esta manera, los líderes de la cristiandad precisaban encontrar un mecanismo que, pese a las divergencias internas, congregase a los guerreros en una causa superior y pertinente a su vocación, la defensa del reino de Cristo y la victoria sobre sus enemigos.

Al mismo tiempo, la peregrinación, en cuanto penitencia, también posibilitaba para los guerreros la ocasión adecuada de vincular su función social al proyecto de una societas christiana que buscaba reformarse para conquistar. En la medida en que Jerusalén era excesivamente distante y estaba fuera de los límites de la cristiandad, ofrecía aquella carga de peligros y sacrificios que convertía a la ciudad en el lugar perfecto para una penitencia completa y, quien sabe, definitiva. A pesar de existir quien interprete las cruzadas a partir de sus presupuestos políticos y económicos, suponiendo que fue una empresa ventajosa, su funcionamiento muchas veces precario y deficitario contó con la fuerza simbólica que Jerusalén evocaba para la cultura religiosa de aquella época: al final, el reino de Dios que los cristianos latinos esperaban hacer triunfar mezclaba aquella teocracia del Antiguo Israel, cuyo centro era Jerusalén, con el significado místico y alegórico que esta ciudad adquirió en la cultura cristiana primitiva. Profecías, expectativas militaristas, predicación popular, redespertar evangélico, ímpetu penitencial, las cruzadas fueron mucho más motivadas por fuerzas espirituales que por intereses materiales y su significado social reside en el triunfo de la idea de cristiandad entendida como un Estado místico que elabora sus proyectos políticos a la luz de la teodicea cristiana y católica.

Los valores que una sociedad proclama no disimulan la hipocresía de sus acciones; las cruzadas, inspiradas en la penitencia y en la escatología, fueron, muchas veces, camino de violencia pura y gratuita, sobre todo cuando sus agentes, impregnados de sentimientos que podemos clasificar de xenófobos y fanáticos, usaban la fuerza para arrasar y destruir no solo soldados opositores, sino también personas indefensas. Parece sintomático el hecho de que, a los ojos musulmanes, principales blancos de los ataques, los cruzados no eran identificados como “cristianos”, sino como “francos”, título que designaba a los súbditos del antiguo imperio carolingio, o sea, Francia. Así, aquello que los hijos de la cristiandad llamaban de empresa espiritual, los islámicos la veían como acto guerrero, de naturaleza conquistadora, militar y material. Es cierto que tanto el Islam como la cristiandad no distinguían política de religión; pero, en el pormenor de la cruzada, los islámicos identificaron bien que toda aquella guerra no tenía solo el propósito de rever Jerusalén, sino de destruir los Estados musulmanes y, quien sabe, la propia religión del profeta.

 3.4.2 El tribunal de la inquisición

El papel de la inquisición no difiere mucho de las finalidades y procedimientos de la cruzada. Pero, para entender mejor el fenómeno de la inquisición, debemos recordar que, en una sociedad que se cree mística, los desvíos doctrinales significan la conmoción de los lazos sociales, de naturaleza espiritual, que mantiene de pie esta sociedad. En este sentido, la persecución a las herejías debe ser interpretada más como un intento de superación de las crisis sociopolíticas que un problema dogmático: esto puede ser verificado, por ejemplo, en varios documentos papales que, al lanzar la acusación de herejía, identificaban como herejes grupos enteros de ciertas ciudades, sobre todo, italianas, que profesaban, en verdad, una política pro-imperial y antipapal, lo que fatalmente hacía del adversario político un hereje potencial: a los ojos de los agentes pontificios, todo gibelino, es decir, el partidario del emperador, podía ser considerado un hereje si no respetaba los límites concedidos a la oposición. Con esto decimos que la herejía es una invención de los que gobiernan (ZERNER, 2009): no es, por lo tanto, una oposición a una iglesia, sino oposición al mundo que se deja gobernar por una iglesia en particular. Si dejamos este aspecto de lado y no distinguimos la herejía de la Baja Edad Media de lo que era la herejía en la Antigüedad, dejaremos de entender por qué los mecanismos de identificación y supresión de la herejía estuvieron siempre vinculados a los derechos políticos, a las autoridades políticas y a sus instituciones (tanto en las ciudades comunales como en los reinos y principados) y por qué la tortura, en este caso, fue adoptada.

Los orígenes de la inquisición deben ser buscados en el IV Concilio de Letrán celebrado en Roma en 1215. Este concilio representó el momento de una inmensa y general revisión de la cristiandad: fue el momento de buscar un reordenamiento interno que fuese capaz de dotar a los cristianos de la fuerza moral para vencer al Islam; por eso, el horizonte del concilio fue la cruzada, una nueva cruzada, realizada por cristianos auténticos, ya que las otras cruzadas habían fracasado, según la comprensión de la época, por la falencia moral de los cruzados y por los pecados de los cristianos, siendo que el principal de ellos era la herejía. El canon II del Concilio de Latrán establecía los procedimientos de exclusión y represión: los heréticos debían ser identificados por los poderes clericales, castigados por los poderes seculares, siendo sus bienes confiscados; los sospechosos también debían ser colocados en el ostracismo social hasta que probasen su inocencia, mientras tanto, incurrían en la penalidad de los culpados, siendo que el plazo para la defensa sería de un año. Si el problema fuera solamente eclesiástico, deberíamos preguntarnos por qué el Canon III insiste en definir los castigos en términos políticos: los servidores públicos que no trabajasen en la extirpación de la pravitas haeretica serían destituidos de los cargos y todos sus súbditos podrían desobedecerlo: se trataba de la verdadera anulación política tanto del hereje como de quien lo perseguía; se perdían los derechos de votar/de ser votado, prestar juramento y ocupar cargos públicos (pérdida de los derechos políticos); no se podía hacer un testamento o recibir una herencia; si fuera juez o abogado, sus actos jurídicos perdían la validez (pérdida de los derechos civiles); no podían recibir los sacramentos o tener sepultura cristiana (pérdida de los derechos religiosos). La identificación de estos desvíos sería realizada mediante la vigilancia mutua, en primer lugar, de los pastores (padres y obispos), en los espacios parroquiales y diocesanos; en segundo lugar, por los vecinos, unos sobre otros y, mediante la denuncia, el error debía ser señalado; por eso es que en esa época, las parroquias recibían fuerte estímulo para ser reformadas e incrementar los mecanismos de control sobre las actitudes particulares de sus fieles; los obispos fueron nuevamente advertidos para visitar las parroquias con frecuencia y para redactar informes y, una vez identificados los errores, debían ser llevados a juicio.

A pesar de que todavía no había sido fundado, el tribunal de la inquisición ya se anticipaba en estos procedimientos. Faltaba apenas que la decisión fuera tomada, lo que de hecho sucedió, bajo el papa Gregorio IX en 1239. Es interesante pensar que este papa, mucho antes de su elección (cuando se llamaba Hugolino de Segni), fue un agente eficiente de las determinaciones del Concilio de Latrán IV; como legado apostólico, recorría el norte de Italia para recaudar dinero para la V Cruzada y, simultáneamente, implementar la política anti-hereje del concilio. Cuando se transformó en papa en 1227, elevó a la máxima potencia su deseo de ordenar la cristiandad según la eclesiología pontificia. Para ello, contó con el apoyo de dos importantes movimientos, que hacía poco fueron elevados a la categoría de órdenes religiosas, los Frailes Predicadores, o dominicos, y los Frailes Menores, o franciscanos, cuyos fundadores convivieron con el cardenal Ugolino y, después de su muerte, fueron canonizados por Gregorio IX. Este papa, muy sensible a los nuevos movimientos de la reforma religiosa, usó los frailes para agilizar tanto la pacificación de las ciudades como la represión herética. Les concedió poderes de acción política en las ciudades, inclusive poderes superiores a los obispos, para que actuasen en nombre del papa. Basados en los procedimientos jurídicos, teniendo la reconciliación por finalidad y la defensa de la verdad como horizonte teórico, los frailes inquisidores buscaban identificar el error y corregirlo mediante la exhortación y, en caso de que no fuese suficiente, con los castigos ya previstos por el concilio. La investigación precisa (inquisitio) de los posibles errores de fe era también llamada de negotium fidei, el mismo nombre dado al tribunal que investigaba los candidatos a santos, procedimiento que conocemos como proceso de canonización, novedad instaurada por Inocencio III en 1198. Así, de la misma manera que se debía probar la santidad de un cristiano fallecido, se debía probar la ortodoxia de un cristiano vivo acusado de herejía. Los mismos procedimientos: instauración de una mesa de árbitros (juez, promotor, relator, abogado), consulta de testimonios, interrogatorio de los acusados, etc.; hasta por lo menos 1252, no podemos decir que este tribunal usase cualquier medio truculento de arrancar la verdad; sin embargo, con el asesinato del gran inquisidor, Pedro de Verona (1205-1252), de la orden de los dominicos, en este mismo año en Milán, el papa Inocencio IV, enfrentado en su autoridad, lanzó una contraofensiva: canonizó a Pedro desde ese momento llamado San Pedro Mártir y endureció todavía más los procedimientos de investigación y castigo: es en este momento que entran en escena las torturas. Sin embargo, jamás podemos confundir la inquisición fundada por el papa en el siglo XIII (justamente llamada de inquisición pontificia) con aquella que los reyes ibéricos (portugueses y españoles), mediante el derecho del patronato, utilizaron para perseguir a sus opositores políticos, desde el siglo XV en adelante (llamada de inquisición ibérica, española o moderna). Son instituciones, procedimientos, finalidades y resultados a menudo distintos. A pesar de esto no servir como justificación, la inquisición pontificia, según los documentos históricos, no alcanzó nunca los índices persecutorios que imaginamos. En verdad, había una verdadera política de retardar la instauración del tribunal o los castigos, una vez que no siempre tales procedimientos correspondían a la voluntad de los liderazgos locales, muchas veces implicados con los acusados sentenciados. De esta manera, los casos drásticos de intervención y violencia deben ser vistos dentro de la radicalización de cuestiones políticas regionales y momentáneas y no la lógica efectiva que controlaba la institución. Así, la inquisición pontificia, o medieval, se articulaba dentro de una perspectiva sociopolítica de cristiandad en que, a pesar de la sincronía entre el poder secular y el religioso, la simple distinción entre los representantes de ambos poderes (reyes y papas, respectivamente) impedía que la inquisición fuera enteramente instrumentalizada por la razón de Estado que marcó la inquisición ibérica.

André Miatello. UFMG e FAJE (Brasil). Texto original portugués.

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