Mística y erotismo

Índice

1 Mística: definición

2 Erotismo: definición

3 Mística y erotismo

4 Las intercesiones entre mística y erotismo en el arte

5 Referencias bibliográficas

1 Mística: definición

La etimología de la palabra mística atestigua el carácter de revelación característico de esa experiencia. El término griego mystikós tiene en su raíz el verbo myo, que significa “cerrar” y, en particular, “cerrar los ojos”. En cierto sentido, la mística presupone el misterio y la posibilidad de su desvelamiento: detrás del mundo de las apariencias queda un conocimiento y una verdad no pasible de aprehensión cognoscitiva / sensible, realidades posibles de verse cuando se cierra los ojos de la razón y se salta hacia esa alteridad absoluta del completamente Otro.

La mística, en sus diferentes manifestaciones religiosas, ha sido comprendida como una experiencia radical a través de la cual se intenta recuperar la realidad como un todo orgánico y cohesionado, sin fisuras conceptuales, o, en otras palabras, como un intento de salir del mundo del “esto y aquello” y alcanzar la unidad / entereza de la realidad. Esta Unidad puede ser representada positivamente como Dios o lo divino, o simplemente como el Uno, según la definición de Leonardo Boff: “Toda mística, cristiana o pagana, vive de una experiencia radical: aquella de la unidad del mundo con el supremo principio o del hombre con Dios. Se trata de una experiencia inmediata de Dios o del Uno “(BOFF, 1983, 16). O, como afirma Morano,

Considerada según las épocas y las culturas como experiencia de santidad en las religiones, de locura con el advenimiento de la psiquiatría, o de emergencia de la totalidad de ser en la sociedad secularizada y romántica de la Nueva Era; siempre y cualquiera que sea el modo y caracterización que podamos utilizar, la experiencia mística cumple una función indicativa fundamental: la de mostrarnos el límite de nuestra experiencia, el límite de nuestro conocimiento, al señalar hacia una realidad que trasciende (en el sentido profano o religioso) los límites de nuestro yo. El misterio aparece así como el indicador de Otro, en cuanto expresión de lo que nos excede. Es el testimonio de lo que nos sobrepasa, el recuerdo de que vivimos envuelto en la densidad del misterio y de que lo real sigue estando más allá de lo que se nos da a conocer (MORANO, 2004, 217)

Como se ve, tanto la experiencia mística como su testimonio son didácticos: nos muestran los límites de nuestro conocer y los límites de nuestro lenguaje. Y de esta forma nos permite vivir el misterio intrínseco de aquello que nos excede como seres de y de la cultura. En ese sentido la mística tiene implicaciones espirituales, éticas y cognitivas que son importantes para la comprensión de ese fenómeno. Espirituales porque cuando tocado por lo sagrado lo místico se vuelve “una nueva criatura” (2Cor, 5,17) cuyos propósitos, comportamiento, deseos y ambiciones están totalmente dirigidos por una voluntad que sobrepasa su entendimiento; éticas porque el itinerario místico exige de aquel que lo emprende compromisos con valores que están en contra de aquellos adoptados por la sociedad capitalista contemporánea; y, finalmente, cognitivos, pues más que conocimiento positivo sobre el mundo y sobre Dios la mística pone bajo sospecha lo que pensamos saber sobre los mismos.

En su propuesta de caracterización de los fenómenos místicos el estudioso de las religiones Juan Martin Velasco afirma que las experiencias místicas

Podrían ser descritas como episodios más o menos breves en los cuales un sujeto entra en relación con una realidad que lo supera absolutamente, o, mejor dicho, con dimensiones y aspectos de lo real que superan absolutamente las dimensiones y aspectos con los que entra en contacto en su propia vida ordinaria (VELASCO, 2004, 24).

La afirmación de que en la mística hay una especie de epifanía de lo real, con una consecuente desautomatización de los modos de ver y percibir el mundo, enfatiza el aspecto no ordinario del evento, su aura de acontecimiento revelador y transformador.

En un abordaje psicológico del fenómeno religioso (ver Mística y psicoanálisis), William James legó una definición hoy ya clásica de la experiencia mística, en la que se resaltan cuatro marcas de la misma, que son: a) la inefabilidad: para W. James esa experiencia trae en sí la marca de la negatividad, “cuya calidad necesita ser experimentada directamente: no puede ser comunicada ni transferida a otros”; b) cualidad noética: aunque semejantes a los sentimientos (es decir, inefables),

“los estados místicos parecen ser también para los que los experimentan, estados de conocimiento, estados de visión interior dirigida a profundidades de verdad no sondeadas por el intelecto discursivo. Son iluminaciones, revelaciones llenas de significado e importancia, por más inarticuladas que sigan siendo (..)” (JAMES, 1995, 237);

c) transitoriedad: no pueden perdurar por mucho tiempo, aunque puedan repetirse en momentos posteriores; d) pasividad:

“si bien la aproximación de estados místicos es facilitada por operaciones voluntarias preliminares, como la fijación de la atención, la ejecución de ciertos gestos corporales, u otras maneras prescritas por los manuales de misticismo, sin embargo, después de que la especie característica de conciencia se impuso, el místico tiene la impresión de que su propia voluntad está dormida y, a veces, de que está siendo agarrado y sostenido por una fuerza superior. Esta última particularidad vincula los estados místicos a ciertos fenómenos definidos de personalidad secundarios o alternativos, como el discurso profético, la escritura automática o el trance mediúmnico” (JAMES, 1995, 238).

Otras características de la experiencia mística son señaladas por estudiosos diversos, que son: a) la discontinuidad completa entre la experiencia vivida y todas las demás cotidianas; b) lucidez y certeza en la narrativa, es decir, a pesar de la dificultad de encontrar palabras para narrar la experiencia no se demuestra vacilación en cuanto a la vivencia de la experiencia; c) presencia amorosa y transformadora de aquél que irrumpe en la experiencia mística – aquí parece que tal característica sea más pertinente en relación a las místicas cristianas -; d) suspensión del flujo del tiempo; e) simultaneidad de percepciones sensibles que normalmente serían disociadas, por ejemplo, arrebatamiento y goce que es también dolor y angustia; f) Inefabilidad de la experiencia (BOFF, 2004, 1162-1169).

Henrique de Lima Vaz, priorizando la mística cristiana, repetirá la definición de J. Maritain, para quien esa es una experiencia fruitiva del Absoluto. Teniendo, pues, como singularidad un objeto de fruición absoluta, Lima Vaz sitúa la experiencia mística en un triángulo “místico-mística-misterio”:

La experiencia mística, en su contenido original, se sitúa justamente en el interior de ese triángulo: en la intencionalidad experiencial que une lo místico como iniciado al Absoluto como misterio; y en el lenguaje con que, en un segundo momento, rememorativo y reflexivo, la experiencia se dice como mística y se ofrece como objeto a explicaciones teóricas de naturaleza diferente (VAZ, 2000, 17).

Para una mejor comprensión del fenómeno, Lima Vaz distingue didácticamente tres grandes formas por las cuales la experiencia mística es vivida por los místicos y pensada por los teóricos en Occidente: la mística especulativa, la mística mistérica y la mística profética. En la mística especulativa el ser es una especie de prolongación de la experiencia metafísica, cuyo origen se remonta a Platón, y tiene sus prolongaciones en la mística neoplatónica (Plotino, Porfirio, Proclo) y en la mística cristiana (Gregorio de Nisa, Pseudo-Dionisio, San Buenaventura, Tomás de Aquino, Maestro Eckhart, San Juan de la Cruz y otros). Si en la metafísica la inteligencia procede por la vía discursiva en su intento de intuir lo divino o Absoluto,

En la mística especulativa la inteligencia es elevada como por encima de sí por el ímpetu profundo de alcanzar en sí mismo lo Absoluto en su plenitud absoluta de ser. Pero ¿cómo alcanzarlo de esta suerte sin identificarse, de alguna manera, con él y sin descubrir en sí misma una identidad original con el Absoluto? Tal es, fundamentalmente, el itinerario dibujado por la mística especulativa para su itinerario, y que será la fuente de todos los problemas que su práctica y su expresión teórica encontrarán al ser recibidos por la tradición cristiana (VAZ, 2000, 33).

En el análisis de Lima Vaz el declive de la mística especulativa en la modernidad se relaciona con el declive de la inteligencia espiritual, “órgano propio de la contemplación metafísica y de la contemplación mística”. A partir de Descartes la mística es secularizada y se transforma en filosofía especulativa, secularización que avanza desde Espinoza hasta Hegel, y de éste hasta Heidegger, que desarrolla una especie de pensamiento místico-poético del Ser (VAZ, 2000, 43-44).

Por mística mistérica Lima Vaz define aquella

forma de mística que se distingue de la mística especulativa, en la medida en que el espacio intencional donde se desenvuelve la experiencia de Dios no es el espacio interior del sujeto ordenado según la estructura vertical del espíritu, sino el espacio sagrado de un rito de iniciación (…) o de un culto (VAZ, 2000, 47).

Si la experiencia de la mística especulativa es una experiencia reflexiva, en la mística mistérica ella es litúrgica, orientada hacia la vivencia objetiva del mystérion. Los primeros cultos de misterio se encuentran en los cultos de misterio de la tradición religiosa griega, siendo los más importantes los misterios de Eleusis, de Dionisio y los del orfismo; ya la mística misteriosa cristiana se organiza en torno a las categorías del Bautismo, Resurrección y Vida Nueva, y tiene entre sus principales representantes a Orígenes, Gregorio de Nisa, San Juan Crisóstomo y San Agustín. Finalmente, hay la mística profética, la cual Lima Vaz define como aquella que se constituye en torno a la Palabra de la revelación, y es la forma original de la mística cristiana, encontrando su arquetipo en la doctrina y en la práctica de los primeros discípulos cristianos.

2 Erotismo: definición

No es exactamente una novedad postular analogías entre el sentimiento de unidad propio de la mística y la experiencia erótica-amorosa, y uno de los más significativos estudios sobre esas aproximaciones es el que fue hecho por Georges Bataille en obras como El erotismo y La experiencia interior.

Georges Bataille busca comprender experiencias humanas límites en que el propio ser se pone en cuestión, denominándolas de erotismo, que distingue en erotismo de los cuerpos, erotismo de los corazones, erotismo sagrado (que sería la mística). En él se identifican en esos movimientos “eróticos” la nostalgia de un sentimiento de entereza y plenitud (que él llama “continuidad”), donde lo que estaría en juego sería “sustituir el aislamiento del ser, su discontinuidad, por un sentimiento de continuidad perdida” (BATAILLE, 1987, 22). Por discontinuidad Bataille entiende el espacio circunscrito y limitado de la subjetividad, el límite entre yo-tú, el abismo que nos separa unos de otros, la propia noción de identidad:

Los seres que se reproducen son distintos entre sí como distintos son de aquellos que los generaron. Cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás cierto interés, pero él es el único directamente interesado. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro hay un abismo, una discontinuidad (BATAILLE, 1987, 12).

Aunque es imposible superar el abismo que nos separa como seres discontinuos, el erotismo ofrece la oportunidad de, juntos, sentir el vértigo fascinante que es fijar los ojos en el precipicio de la propia finitud humana y, paradójicamente, experimentar una chispa de eternidad, aunque de forma puntual (BATAIILE, 1987, 13).

De ahí la importancia que él dará al erotismo (de los cuerpos, de los corazones y sagrado) como “apertura a la continuidad ininteligible, desconocida, que es el secreto del erotismo, y cuyo secreto sólo el erotismo desvenda” (BATAILLE, 1987, 22). En relación al erotismo místico Bataille enfatiza una especie de desbordamiento y olvido de sí mismo presente en el erotismo sensual y en el amor-pasión; en estos el deseo de fusión viene en respuesta a un desequilibrio entre los interdictos de conservación de la propia vida y el deseo transgresivo de “perderse” en el otro, en la mística ese otro sería la alteridad absoluta de lo sagrado o, en palabras de Rudolf Otto, lo completamente otro cuya presencia causa fascinación y temor, pero también un apasionado deseo de entrega.

En un artículo que aborda las similitudes entre la mística y la sensualidad, Bataille afirma:

Estos transes, arrebatamientos y estados teopáticos que fueron descritos insistentemente por místicos de todos los credos (hindúes, budistas, musulmanes o cristianos – sin hablar de los que, más raros, no pertenecen a una religión) tienen el mismo sentido: se trata siempre de un desapego en relación a la conservación de la vida, de la indiferencia a todo lo que tiende a asegurarla, de la angustia sentida en esas condiciones hasta el instante en que las fuerzas del ser naufragan, de la apertura en fin para ese movimiento inmediato de la vida que es habitualmente comprimido y que se libera de repente en el desbordamiento de una alegría infinita de ser (BATAILLE, 1987, 229-230) .

En el erotismo la fusión entre fragmento y todo se da de forma objetiva y puntual, efímera y transitoria; ya en la mística la búsqueda de la reconciliación con lo divino / sagrado permanecerá como ideal a ser incansablemente perseguido y que no se restringe al sentimiento extático de unión hombre-dios, sino que abarca un proceso mucho más complejo de ascesis y desprendimiento que puede o no conducir al místico al éxtasis – experiencia fulminante de la presencia divina. El itinerario del místico es una experiencia radical de abandono y olvido de sí y de los marcos sociales, culturales y cognitivos que nos inscriben en determinada temporalidad, y en esto se asemeja a la pasión erótica. Pero, por otro lado, la mística no es “improductiva”, en el sentido en que da Bataille al erotismo, o sea, no es radical rechazo a lo que él llama “mundo del trabajo” (el mundo de los hombres). Hay que recordar los innumerables ejemplos de místicos solidarios con la construcción de un ethos impregnado por la justicia social y la vivencia activa de los principios éticos cristianos, tales como Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Maestro Echkart, Simone Weill, Edith Stein, Albert Schweitzer, Cristian de Chergé, entre otros.

Estas intersecciones entre poesía, erotismo y mística también fueron presentidas por Octavio Paz. poeta y ensayista que dirá: “El hombre es un ser que se asombra: al asombrarse, poetiza, ama, diviniza […}. Ninguna de estas experiencias es pura; en todas ellas aparecen los mismos elementos, sin que se pueda decir que uno es anterior al otro “(PAZ, 1982, 172). Un ser que se asombra ante lo sagrado, que diviniza a quien ama, que ama lo que le fascina: el hombre es aquél a quien los afectos se interponen y componen la base de sus creencias y comportamientos y, por este motivo, los fenómenos de la humanidad mística y de la pasión erótica se ligan de forma tan inquietante.

Intentando comprender las afinidades entre estos fenómenos, Octavio Paz acuñó el neologismo otredad para intentar explicar, dentro de la perspectiva heideggeriana, las experiencias-límites de lo sagrado, del erotismo y de la poesía. “Así, según él,” La experiencia de lo sobrenatural es la experiencia del Otro “(1982, p.155), sin embargo, ese Otro está en el plano de la inmanencia, en lo histórico, es decir, es el hombre enfrentado con su propia contingencia y temporalidad, con lo que Heidegger llama “rudo sentimiento de estar (o encontrarse) ahí” y Rudolf Otto de “sentimiento de estado de criatura”. Por lo tanto, la experiencia de otredad es aquella en que la ‘esencial heterogeneidad del ser’ viene a la superficie y el hombre se da cuenta de la fisura intolerable entre él y el Absoluto, percibiéndose como destituido de entereza, como un pro-jetarse en el vacío, un inscribirse en la historicidad. Así, ser-para-la-muerte, el hombre es presencia (ser) y ausencia (no-ser), vacío y anhelo por la totalidad, vida y muerte. La redención de esa condición original de carencia -la paradoja propuesto por Octavio Paz de ser menos de lo que se es- está en ‘vivir’ la muerte como parte intrínseca del movimiento de la vida, yendo al encuentro de ese otro que al final soy yo mismo, mi proyecto de hombre. “Limítrofe a la religión, poesía y erotismo, la otredad es un experimentar la separación y unión” presentes en todas las manifestaciones del ser, desde las físicas hasta las biológicas “(PAZ, 2003, 109), experiencia que no puede ser provocada o dirigida por el sujeto, pues no se encuentra en el ámbito en lo cognoscible, aunque sea accesible a todos los hombres.

Otra semejanza entre Octavio Paz y Bataille es la percepción de una íntima relación entre erotismo (de los cuerpos y de las palabras) y muerte. Se compara la afirmación de Bataille – “Creo que el erotismo es la aprobación en la vida hasta la muerte” (BATAILLE, 1989, 12) – con lo que nos dice Paz:

Aparece nuevamente, ahora despojada de su aureola religiosa, la doble cara del erotismo: fascinación ante la vida y ante la muerte. El significado de la metáfora erótica es ambiguo. Mejor dicho, es plural. Dice muchas cosas, todas diferentes, pero en todas ellas aparecen dos palabras: placer y muerte (PAZ, 2001, 19).

Y Santa Teresa, a quien fue conferido el título de Doctora en Teología:

Vivo sin vivir en mí,

y tan alta vida espero,

que muero porque no muero.,

Esta divina unión,

del amor en que yo vivo,

ha hecho a Dios mi cautivo,

y libre mi corazón;

y causa en mí tal pasión

ver a Dios mi prisionero,

que muero porque no muero.

Santa Teresa expresa en ese poema la paradoja de los místicos y apasionados: se vive sin vivir porque se tiene cautivo, prisionero, el Amado dentro del pecho. Y esta presencia platónica, que se siente en el cuerpo y en el alma, no es suficiente para matar el deseo de Presencia. Así, los amantes son prisioneros de la cosa amorosa, de tal modo que la muerte es deseada porque sería la unión total con el Amado. La muerte se convierte en vida, cuando significa la unión definitiva entre el Alma y su Amado, y la vida es muerte, pues aplaza ese momento de fruición total de la presencia amorosa.

3 Mística y erotismo

La relación entre mística y erotismo, a pesar de la extrañeza que pueda causar, no es reciente ni siquiera episódica. En el siglo II dC, Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, inaugura una interpretación alegórica del Cantar de los Cantares que influenciará toda la tradición mística subsiguiente. En su comentario al libro bíblico Orígenes toma la noción de Dios como Eros, fuerza motivadora que mueve el alma en su ascenso místico, que no es nada más que el eros convertido en inapropiado en nosotros de vuelta al lugar de origen trascendental. Más tarde, San Bernardo de Claraval interpretará el lenguaje erótico-amoroso del Cántico como la alegoría de la unión del alma con Dios.

 El libro emociona y encanta al narrar el encuentro amoroso entre Amante y Amado (o Dios y el Alma sedienta de su presencia, según la interpretación alegórica de los padres de la Iglesia), y por ello mismo se ha convertido en una fuerte influencia en la literatura mística, como en San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila y en las místicas beguinas Hadewijch de Amberes y Mechtild de Magdeburgo. Por otro lado, ese poema erótico-amoroso es también releído por autores brasileños tan diversos como Castro Alves, Oswald de Andrade, Hilda Hilst y Manuel Bandeira, que retoman esa tradición mística para cantar la sacralidad del amor entre un hombre y una mujer.

En el siglo XIII las místicas beguinas, fuertemente influenciadas por la teología del amor de Bernardo de Claraval y la retórica del amor cortés, retoman esa interpretación mística del Cantar de los Cantares y elaboran una osada forma de interpolación de lo divino: la mística nupcial (o mystique courtoise) , que funde las convenciones del amor cortés con las aspiraciones espirituales de la mística. Hadewijch de Amberes, por ejemplo, es una beguina del s. XII cuyos escritos (cartas y poemas) dan testimonio del encuentro entre las convenciones del amor cortés con las aspiraciones espirituales de la mística. En los versos abajo vemos la expresión, en lenguaje apasionado, del deseo mayor del místico, que es la vivencia incondicional e incondicionada del amor por Dios:

Canción V, Hadewijch de Antuérpia

La conducta del amor es inaudita,

Como bien sabe quién su atracción conoce,

Porque cuando da consuelo, luego lo suspende.

Aquel a quien toca el Amor

No encuentra reposo;

En compensación, saborea

Numerosas horas innumerables

Radiante a veces; a veces frío;

A veces, cauteloso; esforzado a veces;

Su inconstancia toma múltiples figuras.

El amor exige la totalidad

De una gran deuda

A quien la comparte invita a su sabrosa soberanía.

A veces, lleno de dulzura; a veces, cruel;

A veces lejano; próximo a veces;

La que del Amor comprende

La rara fidelidad, eso es el júbilo:

Cómo derriba

Y abraza

Con un solo gesto […]

A veces, suave; a veces, severo;

En libre consuelo, en amenazante miedo,

Cuando recibe o reparte sus dones,

Es una ley que las almas,

Que en el amor se equivocan,

Vivan siempre en la sombra de este valle.

De manera similar, San Juan de la Cruz, místico español del siglo XVI, toma como paradigma los encuentros y desencuentros entre el Alma deseosa de la presencia divina y Aquel a quien se debe amar sobre todas las cosas, con nuestro corazón, alma, fuerza y entendimiento (Mc 12,30). De acuerdo con la interpretación alegórica tradicional, la Esposa es el Alma, la que ama (Amante) y el Esposo el propio Dios, y la trayectoria que el Alma emprende está llena de percances y angustias, en un proceso de ascesis e iluminación que culmina en la unión mística. En el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, al encontrarse Amante y Amado para la consumación de esas bodas místicas, el Alma enamorada confiesa (estrofas XVII y XVIII):

Allí me abrió su pecho

Y la ciencia me enseñó muy deliciosa;

Y a él, en don perfecto,

Me di, sin dejar nada,

Y entonces le prometí ser su esposa.

Mi alma se ha consagrado,

Con mi cuero cabelludo, a su servicio;

ya no guardo más ganado,

No tengo más oficio,

Que sólo amar es ya mi ejercicio.

La expresión joánica “ya no tengo otro oficio y amar es mi ejercicio” señala a una relación erótico-amorosa en la que la asimetría entre Amante y Amado impone al primero la entrega a Aquel que toma posesión de su cuerpo, voluntad, inteligencia y devenir. Conforme destaca María Clara Bingemer (2004), parece ser una especificidad de la mística cristiana cierta pasividad que encuentra en las metáforas amorosas su referencial simbólico:

En efecto, hay una mística cristiana que se sitúa firmemente en la esfera de la pasividad (del pathos). Esto es un rasgo distintivo de realzada importancia, ya que no toda mística tiene esa marca pasiva. En las religiones afrobrasileñas, por ejemplo, el místico sabe cómo provocar el éxtasis; también en el Oriente (pensemos, sobre todo en la India) él es igualmente activo en el proceso, deteniendo el conocimiento de ciertas técnicas capaces de llevar a la experiencia de lo que está detrás del mundo como se manifiesta. Es decir: hay una ciencia mística, hay una técnica mística. El éxtasis puede ser provocado, por tratarse de un movimiento que va de abajo a lo alto. En la tradición cristiana, el recorrido es inverso: pues comienza desde lo alto hacia abajo. El místico es acometido por un agente, Dios o el demonio. Este, pues, es un concepto básico: la experiencia mística es una experiencia de posesión (cursiva nuestra) (BINGEMER, 2004, 462).

El sujeto lírico (el alma) asume una discursividad femenina en la que se destaca la disponibilidad para la acogida del otro, del Amado (Dios). Sin embargo, es importante resaltar que tal pasividad no implica inercia: es el Alma sedienta de la presencia divina que “sale” intrépida en busca del amado, atravesando fronteras y peligros hasta que Amante y Amado por fin se encuentran en un locus amenus anteriormente preparado para ello.

El encuentro de los amantes después de un largo recorrido lleno de desventuras donde se buscan con ahínco y fe es un topos muy explorado en la literatura de todas las nacionalidades, y también fuera de la mística cristiana el simbolismo erótico está presente, apareciendo en tradiciones religiosas tan diversas como el hinduismo, el budismo y el sufismo. En el místico sufismo Rümi (siglo XIII, Oriente Medio), por ejemplo, encontramos la misma metáfora de Dios como el Amado a quien el alma (la Amante) busca reconciliarse, en una fusión donde el Yo se pierde en el Uno:

El amoroso busca ardientemente el bien amado: cuando el bien amado viene, el amoroso se va (M III, 4620). La presencia del amado es como la llama del amor que, cuando se eleva, consume todo lo que no es el Bien amado (M V, 588). Nada queda más que Dios. El destino del amante es morir para sí mismo: de él sólo permanece el nombre (MV, 2023) (apud TEIXEIRA, 2003, p. 20-41).

Estos pocos ejemplos demuestran que la intercesión entre mística y erotismo no es episódica, gratuita o excentricidad de alguna personalidad religiosa; lo que nos lleva a concordar con la afirmación de la filósofa y también mística Simone Weil: “reprender los místicos por amar a Dios por medio de las facultades de amor sexual es como si alguien tuviera que reprender a un pintor por hacer cuadros usando colores compuestas de sustancias materiales” (apud MCGINN, 2012, 182).

4 Las intercesiones entre mística y erotismo en el arte

También en la literatura y el arte, erotismo y místico se entrelazan, ya sea por los temas y motivos comunes, ya sea por el diálogo que poetas y artistas en general establecen entre ellas, y en ese caso la escultura de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) El éxtasis de Santa Teresa es una referencia obligatoria. Bernini, uno de los mayores escultores del siglo XVII, representa la experiencia mística de la transverberación de Santa Teresa de Ávila, retratada por ella en su autobiografía. Uniendo los  sentimientos místicos de éxtasis y la figuración de una experiencia de intenso placer que se puede asociar al sexual, Bernini parece intuir la íntima asociación entre lo místico y lo erótico que otra artista contemporánea, ahora brasileña, declarará: “Erótico es el alma “, verso de Adelia Prado donde subyace una concepción de cuerpo y alma, inmanencia y trascendencia como elementos de un único todo indiviso, de tal modo que se llega a la afirmación, apenas aparentemente herética, de que” sin el cuerpo el alma de un hombre no goza “. Otra poetisa brasileña que hace este enfoque es Hilda Hilst, especialmente cuando se rescata la tradición portuguesa de canciones de amor para nombrar una experiencia paradójica de la presencia y la ausencia divina, recuperando también algunos procedimientos retóricos de la mística apofática. En un libro de clara inspiración mística – Poemas malditos, gozosos y devotos (2005) – la poeta Hilda Hilst canta el sufrimiento por la ausencia e indiferencia del amado, siendo ése exactamente el Dios cristiano:

             Poema VIII

Es en este mundo que te quiero sentir

Es lo único que sé. Lo que me queda.

Decir que te voy a conocer a fondo

Sin las bendiciones de la carne, en el después,

Me parece a mí magra promesa.

¿Sentimientos del alma? Sí. Pueden ser prodigiosos.

Pero tú sabes la delicia de la carne

De los encajes que has inventado. De toques.

De lo hermoso de los tallos. De las corolas.

¿Ves cómo me quedo pequeña y tan poco inventiva?

Tallos. Corola. Son palabras rosadas. Pero sangran.

Si se hacen de carne.

Dirás que el humano deseo

No percibe el hambre. Sí, mi Señor,

Te percibo.

Pero déjame amarte a ti, en este texto

Con los arrobos

De una mujer que sólo sabe el hombre.

En contrapartida al aprovechamiento artístico del tema místico tenemos la operación contraria: la reanudación de procedimientos estéticos para la mejor expresión de la experiencia mística, y ahí son numerosos los ejemplos: las beguinas Hadewijch de Amberes, Mechthild de Magdeburgo y Marguerite Porete, los místicos ibéricos Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz, los contemporáneos Ernesto Cardenal y Simone Weill, y otros. Todos estos místicos se hicieron poetas para cantar un amor extremo, buscando inspiración en la tradición de la poesía amorosa para componer versos de gran expresividad místico-erótica y belleza poética. Por ejemplo, Ernesto Cardenal, poeta nicaragüense, al narrar su experiencia de conversión utiliza con gran libertad el lenguaje de los juegos eróticos para expresar lo extraordinario de ese evento:

Cuando aquel medio día del 2 de junio, un sábado,

Somoza García pasó como rayo por la Avenida Roosevelt

sonando todas las bocinas para espantar el tráfico,

en ese mismo instante, igual que su triunfante caravana

así triunfal tú entraste de pronto dentro de mí

y mi almita indefensa queriendo tapar sus vergüenzas.

Fue casi una violación,

pero consentida,

no podía ser de otro modo,

y aquella invasión de placer

hasta casi morir,

y decir: ya no más

que me matás.

Tanto placer que produce tanto dolor.

Como una especie de penetración..

El poeta nicaragüense trata el tema de la experiencia de encuentro con Dios como un intercambio amoroso donde la violenta disparidad entre un amante humano y un Amado divino se describe en términos de una “violación consentida” que genera en la misma intensidad dolor y placer. El drama de la conversión se expresa por medio de metáforas y analogías que nos remiten al acto sexual y a las construcciones ideológicas que delinean los papeles sociales a ser desempeñados por los géneros: a la pasividad femenina se impone la impetuosidad masculina que no llega a ser violación por ser consentida. Son las mismas figuras y analogías que aparecen en los místicos y poetas citados anteriormente, aunque sea evidente una distinción entre ambos (místicos y poetas): en los primeros la presencia divina es experiencia vivida en el cuerpo y en el alma y, si esa experiencia es fugaz, las marcas que deja no lo son, pues subsiste la promesa del encuentro entre aquellos que se aman apasionadamente: el Alma y su Dios. Hay una Referencia absoluta que no sólo legitima ese hecho, sino que también lo hace posible, y es a esa presencia que el místico dirige su oración, celebración o alabanza, siendo esa experiencia singular de oración / alabanza la que guía su discurso lejos de toda negación vacía y puramente mecánica. Ya en los escritos poéticos que dialogan con la retórica mística, la Presencia divina es sentida, de forma negativa, como ausencia que hiere el alma, y todo deseo se traduce en un lamento – el sufrimiento amoroso por la indiferencia del Amado, como en el tramo del poema El ausente, del poeta mexicano Octavio Paz, que transcribimos abajo:

Dios insaciable que mi insomnio alimenta;

Dios sediento que refrescas tu eterna sed en mis lágrimas,

Dios vacío que golpeas mi pecho con un puño de piedra, con un puño de humo,

Dios que me deshabitas,

Dios desierto, peña que mi súplica baña,

Dios que al silencio del hombre que pregunta contestas con un silencio más grande,

Dios hueco, Dios de nada, mi Dios:

sangre, tu sangre, la sangre, me guía.

Otra aproximación entre mística y erotismo es en relación al lenguaje: tensada entre el deseo de expresar lo indecible y la limitación intrínseca al discurso. Los ya mencionados, el poeta Octavio Paz y el filósofo Bataille, perciben que la experiencia de plenitud es vivenciada de forma semejante por medio de la mística, del erotismo y de la poesía, defendiendo que la poesía está para el lenguaje así como el erotismo está para la sexualidad, esto es, si mística y erotismo son intentos de trascender los límites del ser, experiencias de otredad, el lenguaje poético es el medio encontrado para expresar esas experiencias limítrofes porque la poesía también es lenguaje en los bordes de lo indecible, también es intento de escapar de los límites del discurso.

Poetas y místicos asumen la dura tarea de decir una experiencia que se encuentra fuera de los límites de la palabra. Y tal vez por ello se multipliquen las paradojas, las metáforas inquietantes, las imágenes inusitadas y eróticas. “Béseme con los besos de tu boca porque mejor es tu amor que el vino”, nos dice el poeta, autor de los Cantares bíblicos. “El cuerpo no tiene desvanes, / sólo inocencia y belleza, / tanta que Dios nos imita / y quiere casarse con su Iglesia”, se atreve Adelia Prado.

Como se dijo antes, tanto el lenguaje de la pasión como el discurso de la mística es un discurso que se confiesa impotente, fracasado en su mérito de lenguaje productivo, hasta inútil.  Sin embargo, si el fin de la experiencia mística es el silencio – recordemos el ya tan citado epigrama de Wittgeinstein: “De lo que no se puede hablar se debe callar” – pocos géneros discursivos fueron tan productivos como ese, pues lo que los místicos más hacen es hablar: en la mística se habla (y mucho) para confesarse mudo, enmudecido, en fanti.

Los místicos simplemente no han sido silenciosos. Muchos han hablado sin restricción, y otros han escrito voluminosamente. El género de literatura mística es, no sólo cuantitativamente vasto, sino lingüísticamente exuberante. En el discurso místico, el lenguaje se desenfrena: ella brinca, ella salta, ella canta. Ella habla en prosa y poesía; ella da descripciones objetivas de la experiencia y vuela en las alas del éxtasis; ella guía principiantes con un gentil cuidado y corta la ilusión con argumentos de lámina afilada. […]. Además, ciertos místicos han tenido sus experiencias místicas en y a través del lenguaje. Con eso quiero decir no sólo que el lenguaje evoca y moldea esas experiencias, sino  que las formas lingüísticas participan en la revelación del dominio trascendente. En este sentido, puede existir una mística del lenguaje (COUSINS, 1992, apud SHOJI, 2003, 60).

De todas las inflexiones posibles para el lenguaje positivo, el lenguaje erótico es el más apropiado para llevar las palabras a sobrepasarse a sí mismas, lo que es perceptible en los muchos testimonios personales de místicos donde los símbolos y las metáforas usados para caracterizar la unión mística ente Creador y criatura asumen una connotación claramente sexual, como vimos en los ejemplos citados en el transcurso del texto. Y uno de los temas frecuentes en estos textos y testimonios es la búsqueda de la fusión, en que el Yo sea suprimido por la unión con lo sagrado, lema repetido por innumerables místicos, y no sólo dentro de la tradición cristiana, siendo el símbolo de la unión erótica considerado el más apropiado para la expresión del éxtasis místico, como señala Rosado:

La unión erótica-amorosa ha sido el único símbolo de la unión mística utilizada por prácticamente todas las tradiciones místicas, incluida la cristiana, y a diferencia de cualquier otro símbolo sagrado, la sexualidad inmanente en el amor y el erotismo es universal y a-histórica: el ser humano nunca pudo prescindir de ella, y cuando lo hace con ejercicios de ascetismo, recurre a metáforas o alegorías para encontrar una vía que permita expresar la inefabilidad de la continuidad del ser, de la participación de Dios por medio de su semejanza con el acto amoroso (ROSADO, 2001, 10).

Reside aquí una importante intersección entre mística y erotismo: en ambas experiencias hay una inmersión radical en la alteridad, la intención de perderse en ese Otro con el que sólo es posible establecer una relación a distancia; tomemos como ejemplo a Moisés, líder espiritual que interviniera el establecimiento de la alianza entre Dios y el pueblo hebreo, y aun así no puede ver el rostro de Dios, “porque nadie puede verlo y continuar con vida” (Ex. 33,20) . Sin embargo, el deseo de fusión alimenta la imaginación de los amantes y de los místicos, con una diferencia: si en el erotismo la fusión entre fragmento y todo se da sensual y sensorialmente, aunque de forma puntual y efímera, en la mística la búsqueda de la reconciliación con lo, divino / sagrado permanecerá como ideal a ser incansablemente perseguido. El poeta y místico Ernesto Cardenal expresa con admirable riqueza y belleza las paradojas propias de ese encuentro místico-amoroso:

De repente el alma siente su presencia en una forma en que no puede equivocarse, y con temblor y espanto exclama: “tú debes ser aquel que hizo el cielo y la tierra!”. Y quiere esconderse y desaparecer de esa presencia y no puede, porque está como entre la espada y la pared, está entre él y él, y no tiene dónde escapar, porque esa presencia invade cielos y tierra e invade también a ella totalmente, y ella está en sus brazos. Y el alma que persiguió la felicidad toda su vida sin saciarse nunca y buscando todos los instantes la belleza, el placer y la felicidad y el goce, queriendo siempre gozar más y más, ahora en agonía, ahogada en un océano de deleite insoportable, sin márgenes y sin fondos, exclama: ¡basta! ¡No me hagas gozar más, si me amas, porque yo muero! “. Penetrada de una dulzura tan intensa que se transforma en dolor, un dolor indescriptible, como algo agridulce que fuera infinitamente amargo e infinitamente dulce. Todo es tal vez en un segundo, y tal vez no volverá a repetirse en toda su vida, pero cuando ese segundo pasó el alma entiende que toda la belleza y las alegrías y gozos de la tierra quedaron desvanecidos, “son como estiércol”, como dijeron los santos (skybala, “mierda” como dice San Pablo) y ya no podrá gozar jamás en nada que no sea eso y ve que su vida será a partir de entonces una vida de tortura y martirio porque enloqueció, está loco de amor y de amor de nostalgia de lo que probó, y va a sufrir todos los sufrimientos y torturas siempre y cuando venga a probar una segunda vez, un segundo más, una gota más, esa presencia. (1979, p.63-64).

El testimonio de ese poeta-místico nos lleva a una última aproximación entre la mística y el erotismo: el sentimiento de plenitud y entereza cuando se es tocado por la presencia amada. El alma, que “no se saciaba nunca” ante la Presencia divina, no sólo se expande por cielos y tierra, sino que también es invadida por ese amor totalmente.

Cleide Maria de Oliveira. CEFET, Curvelo (MG), Brasil. Texto original portugues.

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