Mística y Gênero

Imagen masculina de Dios: la interpelación feminista

Índice

1 El hablar sobre Dios

1.1 La humanización de Dios

1.2 Un Dios humano, pero en masculino

2 La teología feminista

2.1 Crítica feminista a la masculinización de Dios

2.2 Consecuencias del lenguaje masculino sobre Dios para las mujeres

3 Hacia una nueva manera de nombrar a Dios

3.1 Un Dios que tiene atributos o rasgos femeninos

3.2 El Espíritu Santo como ícono de la feminidad de Dios

3.3 Un Dios que sustenta la igualdad fundamental entre varones y mujeres

4 La masculinidad de Jesús ¿un problema?

5 Referencias

1 El hablar sobre Dios

Referirnos a Dios sobrepasa cualquier intento humano de darle nombre. La teología apofática, o sea aquella que calla ante el ‘misterio’ mantiene su vigencia en el mundo actual porque todo lo que digamos de Dios es infinitamente más pequeño de lo que realmente Dios es. Pero nuestra condición humana nos empuja a darle nombre y por eso recurrimos a diferentes vías para referirnos a lo trascendente. Lo hacemos, de manera conceptual, por la vía de la afirmación – Dios es bondad -, por la vía de la negación – Dios no es maldad – y por la vía de la eminencia – Dios es la suma bondad -, por citar algunos ejemplos. Más aún, también contamos con otra manera para referirnos a Dios que puede ser más significativa a la hora de expresarnos sobre el misterio. Es la vía del símbolo o de la imagen. De esa manera parece que nos aproximamos más al misterio divino porque esa forma de expresarnos nos acerca más a la totalidad del ser infinito de Dios. Sin embargo, se ha de cuidar que los símbolos no se tomen por realidad o que solo se use un único símbolo. Este no debe perder su carácter de una de las formas de remitir al misterio, pero no la única, librándose así, de las deformaciones propias de cualquier mediación humana cuando se absolutiza.

1.1 La humanización de Dios

El lenguaje bíblico, como lenguaje semita, asume la línea de la humanización de Dios, presentándonos un Dios que habla con su pueblo, lo conduce a la liberación, lo cuida, lo recrimina, lo castiga, lo perdona, lo defiende de sus enemigos. El Dios bíblico ama con las entrañas, piensa con el corazón, actúa con las manos. Ese Dios que camina con ellos y ha realizado grandes hazañas para liberarlos es al que recuerdan en cada celebración de la Pascua:

Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yahveh Dios, de nuestros padres y Yahveh escuchó nuestra voz, vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo las primicias de los productos del suelo que Tú, Yahveh, me has dado (Dt 26, 5-10).

Un Dios que entra en relación con su pueblo y lo acompaña en su historia. Un Dios humano como ellos para realizar la historia de la salvación, no allá lejos en el cielo, sino aquí cerca, en la tierra, en la historia humana.

1.2 Un Dios humano, pero en masculino

Esta humanización de Dios que ha permitido acercar la experiencia de lo absoluto a la historia del ser humano y le ha permitido hablar sobre Dios y relacionarse con Él, ha tenido una orientación muy definida. Este Dios humano se ha modelado en masculino. Por supuesto la tradición eclesial ha afirmado que Dios no tiene sexo y transciende toda sexualidad. Sin embargo, tanto en el imaginario popular como en la tradición eclesial y teológica, al privilegiar lo masculino, se ha llegado a configurar un Dios varón, con los atributos que la sociedad patriarcal ha dado a los varones, tales como el poder, la autoridad, el control, la severidad, la protección, el benefactor, entre otros.

Cabe aclarar que la sociedad patriarcal o el patriarcado significa ‘gobierno del padre’. Es una forma de organización social en la que el poder está siempre en manos de los varones (en algunos casos, puede estar en manos de mujeres pero que actúan en el mismo modelo masculino), con una serie de grados inferiores de gente subordinada que es cada vez mayor en la medida que se llega a la base. Este mismo modelo se ha instalado en la Iglesia, permitiendo que el patriarcado se haya consolidado de tal manera que parece que es la forma natural de organización social. Así lo expresa la teóloga Elizabeth Johnson:

La patriarquía religiosa es una de las más consistentes formas de esa estructura, pues se entiende a sí misma como divinamente establecida. En consecuencia, los hombres de gobierno dicen que su poder les ha sido delegado por Dios (invariablemente mencionado en términos masculinos) y que lo ejercen por mandato divino (JOHNSON, 2002, p. 43).

2 La teología feminista

La teología feminista es una búsqueda radical de la dignidad y el lugar de la mujer, así como del papel que ha de desempeñar y los derechos que ha de ejercer en la sociedad y en la Iglesia. Reacciona contra una teología que califica de patriarcal, androcéntrica y unilateral. No se refiere, por tanto, a las mujeres en general, como tema, sino a sus experiencias negativas de vida, derivadas de su condición de mujer. Ahora bien, no hay una única teología feminista sino diferentes perspectivas dentro de esta amplia matriz, con sus énfasis y prioridades. La teología feminista latinoamericana ha respondido más a la opresión que sufren las mujeres por su doble condición de pobres y mujeres, mientras que las teologías feministas de Europa o Norteamérica responden más a los derechos de las mujeres, con categorías de análisis tales como patriarcado o género. Sin embargo, en las últimas décadas, gracias a la globalización, las teologías feministas se han ido relacionando mucho más, uniendo sus búsquedas – aunque manteniendo sus particularidades -, y siguen enriqueciéndose con nuevas categorías como decolonialidad, interseccionalidad, entre otras.

Las teologías feministas han pasado por diversas etapas. En un primer momento, han buscado reivindicar lo femenino. Es decir, posicionar los atributos que la sociedad patriarcal atribuye a las mujeres en un plano de igualdad con los atributos que se atribuyen a los varones. Se habló de una teología femenina o en clave de mujer, con algunas características que la hacían definirse como una teología más intuitiva, festiva, simbólica, etc.

En un segundo momento, las teologías feministas han acudido al uso de la categoría de análisis ‘género’. Esta categoría se refiere

a la construcción diferencial de los seres humanos en tipos femeninos y masculinos. El género es una categoría relacional que busca explicar una construcción de un tipo de diferencia entre los seres humanos. Las teorías feministas […] coinciden en el supuesto de que la constitución de diferencias de género es un proceso histórico y social y en que el género no es un hecho natural […]. La diferencia sexual no es meramente un hecho anatómico, pues la construcción e interpretación de la diferencia anatómica es ella misma un proceso histórico y social (BENHABIB, 1992, p. 52).

Desde esta categoría se ha denunciado el sistema patriarcal que ha reforzado los estereotipos culturales masculinos y femeninos, manteniendo así las estructuras sociales y eclesiales desde la configuración masculina y patriarcal.

2.1 Crítica feminista a la masculinización de Dios

Desde los presupuestos anteriores podemos aproximarnos a la crítica que la teología feminista hace a la masculinización de Dios. El problema consiste en que, al utilizar un lenguaje masculino para referirse a Dios en la sociedad patriarcal, la consecuencia ha sido, la de atribuirle a Dios las características de los varones de dicha sociedad. De ahí que, a Dios se le identifica como alguien

poderoso, varón y blanco, un Dios que es protector, benefactor, juez, padre severo, aunque amoroso y fiel y que exige una obediencia incondicionada. Es la imagen de un Dios autoritario, de un juez que parece estar contra el “yo”, contra la humanidad y contra el mundo, la imagen de un Dios como poder controlador, con un dominio cercano e incluso a la coerción (BAUTISTA, 1993, p. 111).

De esta manera esa imagen masculina de Dios refuerza el poder patriarcal y a los varones en la sociedad patriarcal. En contraposición, la situación de las mujeres en esta sociedad – de subordinación, sumisión, obediencia etc.- , se ve reforzada por esta imagen de Dios que las ha llevado a pensar que no pueden cambiar su lugar en la sociedad y en la Iglesia porque esto es querido y sustentado por la divinidad. La imagen de Dios como varón en la sociedad patriarcal, mantiene a las mujeres en un papel secundario, infantilizado, impotente y les hace desconfiar de que puedan llegar a la autonomía propia de cualquier ser libre y con derechos, como Dios lo quiere.

Por supuesto que el lenguaje masculino puede representar a Dios, pero el problema es su uso exclusivo. Las imágenes femeninas son muy poco utilizadas lo mismo que las imágenes tomadas del mundo de la naturaleza en la expresión de la experiencia cristiana. De hecho, al invocar el misterio trinitario nos dirigimos al Padre, a través del Hijo en la unidad del Espíritu Santo. Este último también ha sido masculinizado con el uso del pronombre masculino, sin recordar siquiera que el término ‘espíritu’, en arameo es femenino “la ruah”.

Otro problema es que este lenguaje se toma literalmente y por eso cuando las personas escuchan hablar de Dios como padre, rey, señor, novio, esposo, concuerdan con esa manera de nombrar, pero si se usan pronombres o sustantivos en femenino, las personas creen que se está transgrediendo lo aceptado para hablar sobre Dios y rechazan tales denominaciones. Llegan a pensar que incluso se ofende a Dios al atreverse a invocarlo por palabras tales como madre, esposa, reina o diosa.

Las imágenes que invocan a Dios son profundamente patriarcales. A Dios Padre se le representa como a un anciano de barba blanca, a Jesús como un joven con barba de color castaño, ambos con rasgos occidentales y al Espíritu Santo con una paloma. Aunque esta última no aparece como varón, el artículo masculino que acompaña la palabra Espíritu la identifica rápidamente con este sexo.

2.2  Consecuencias del lenguaje masculino sobre Dios para las mujeres

Varias consecuencias se desprenden de hablar de Dios exclusivamente en masculino, principalmente, por lo que lo masculino representa en el mundo patriarcal. Lo masculino es la razón mientras que lo femenino es la materia; lo masculino es la autonomía y lo femenino la dependencia, lo masculino es la fuerza y lo femenino es la debilidad, lo masculino es la plenitud y lo femenino la vacuidad, lo masculino es el dinamismo y lo femenino la pasividad y, en ese orden de ideas, lo masculino es la esencia y lo femenino es el complemento. Pero señalemos con más precisión algunas de las consecuencias de este nombrar a Dios en masculino:

Ø  Consecuencias sociológicas: los sociólogos han mostrado cómo existe una relación de dependencia entre el sistema simbólico de una religión y la organización social. Por eso el Dios patriarca funciona para legitimar y reforzar las estructuras sociales patriarcales en la familia, la sociedad y la Iglesia.

El lenguaje sobre el padre del cielo que vigila el mundo justifica e incluso hace necesario un orden en el que el líder varón religioso gobierne sobre su rebaño, el gobernante civil tenga dominio sobre sus súbditos, el marido sea la cabeza de la esposa. Si existe un patriarca absoluto celestial, entonces las disposiciones en la tierra deben girar en torno a guías jerárquicos que necesariamente deben ser masculinos para que puedan representarle y gobernar en su nombre (JOHNSON, 2002, p. 60).

Esta configuración religiosa deja a las mujeres por fuera de este esquema y en un papel secundario, sin posibilidad de ocupar puestos de representación ni mucho menos participar de los niveles de decisión.

Ø  Consecuencias psicológicas: El simbolismo de un Dios varón refuerza las sociedades androcéntricas donde el varón sustenta la superioridad y la mujer la inferioridad. Cuando Dios es concebido a imagen de un sexo, en lugar de los dos – como debería ser por la voluntad creadora de Dios de la igualdad fundamental entre varón y mujer -, se acaba pensando que los varones poseen la imagen de Dios de una manera especial. Mary Daly ha resumido contundentemente las consecuencias sociológicas y psicológicas de erigir lo masculino como representación válida y adecuada de Dios: “Si Dios es masculino, entonces lo masculino es Dios” (JOHNSON, 2002, p. 61). Cuando esta identificación sucede, las mujeres comienzan a percibirse indignas e inadecuadas para representar a Dios. De ahí que comiencen a vivir, en cierto sentido, su relación con Dios al margen de su corporalidad, más aún, considerando esta última como inadecuada, objeto de culpa y repercutiendo seriamente en la dignidad, poder y autoestima.

Ø  Consecuencias teológicas: Cuando se pierde el carácter evocativo y simbólico de las imágenes y los lenguajes para hablar de Dios y las identificamos con Dios mismo, caemos en el ámbito de la idolatría. Esta no se refiere solo a los objetos materiales que señala el Antiguo Testamento cuando habla de los ídolos. Idolatría es también cuando esas mediaciones logran distorsionar la realidad, encerrándola en una única mediación haciéndole perder su carácter de misterio que sobrepasa cualquier representación. La crítica teológica feminista denuncia esta idolatría e invita a la conversión porque, además de ser idolatría, “el ideal del gobernante masculino que subyace a la idea de Dios, ideal reproducido en el lenguaje teológico y esculpido en la oración pública y privada, parece más sólido que la piedra, más resistente a la iconoclastia que el bronce” (JOHNSON, 2002, p. 64). Esta misma idea la señala Ruether: “es idólatra hacer a los hombres más iguales a Dios que a las mujeres. Resulta blasfemo usar la imagen y el nombre de lo Santo para justificar el dominio patriarcal […] La imagen de Dios como varón con predominio es fundamentalmente idolátrica” (RUETHER, 1983, p. 23)

Por tanto, el lenguaje exclusivamente masculino sobre Dios refuerza la sociedad patriarcal y las estructuras que ella conlleva de dominación y subordinación. Pero también refuerza la estructura jerárquica y clerical de la Iglesia, excluyendo a las mujeres de los niveles de participación y decisión. Con esto no se pretende eliminar los símbolos masculinos para hablar sobre Dios, pero si caer en cuenta de las consecuencias que han generado por no estar compartidos con símbolos femeninos que equilibren la necesaria igualdad entre varones y mujeres que ha de vivirse en las estructuras sociales y eclesiales. Podría señalarse, además, que otros símbolos tomados de la naturaleza (agua, roca, águila, etc.), enriquecerían el lenguaje sobre Dios, añadiendo al aspecto antropológico, lo biocéntrico y ecológico que hoy es necesario asumir. Sin un esfuerzo serio por enriquecer las imágenes y los lenguajes sobre Dios, incluyendo lo femenino, el lenguaje actual que tenemos sobre Dios no contribuye a la urgente e inaplazable emancipación de las mujeres, no solo para que vivan los derechos fundamentales que garanticen su dignidad en la sociedad sino también para que vivan la plenitud de su ser hijas de Dios en relaciones libres de subordinaciones e inequidades, como bien lo señalaba el apóstol Pablo: “ya no hay judío, ni griego; esclavo ni libre; varón ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).

3 Hacia una nueva manera de nombrar a Dios

En el esfuerzo de nombrar a Dios de otra manera para liberarlo de esa nominación exclusivamente masculina, se han hecho diversos intentos, no siempre fáciles de asumir y aceptar. Algunos teólogos han propuesto nombrar a Dios con términos no personales o suprapersonales. Por ejemplo, Paul Tillich propone llamarlo Fundamento del ser; Rosemary Ruether, la matriz que abraza y sustenta toda la vida; Wolhart Pannengerg, la fuerza del futuro; Karl Rahner, el misterio sagrado. Aunque estas expresiones liberan a Dios de sexualizarlo, pierden también la concepción cristiana del Dios personal con todas las características que ello implica: su relación con el mundo en términos de fidelidad, de compasión, de amor liberador. Por eso, aunque haya dificultades, es importante seguir buscando la manera de nombrar a Dios con términos personales sin que eso signifique sexualizarlo.

Las teologías feministas, en un primer momento, intentaron rescatar los atributos femeninos que la Sagrada Escritura atribuye a Dios para mostrar que tanto lo masculino como lo femenino están presentes en Dios. En un segundo momento se han hecho esfuerzos por mostrar la posibilidad de nombrar a Dios en femenino (no solo en los atributos), centrándose en la persona del Espíritu Santo, reconociendo así lo femenino en el mismo ser de Dios. Finalmente, se están buscando modos de que tanto lo masculino como lo femenino nombren a Dios, haciendo justicia con las mujeres para que ambos géneros puedan representar plenamente a Dios, sin priorizar uno de ellos sino mostrando la capacidad que tienen ambos de hablar sobre Dios. Explicitar estos tres esfuerzos es el objetivo de los siguientes numerales, señalando los logros, pero también los límites que conllevan.

3.1 Un Dios que tiene atributos o rasgos femeninos

La primera opción es introducir en Dios los rasgos amables, nutricionales, cuidadores, tradicionalmente asociados al rol maternal de las mujeres. En esta opción no se cuestiona la imagen de Dios Padre, tradicionalmente afirmada como el Dios de Jesús, pero se enriquece con los rasgos femeninos: “Así los aspectos de dulzura y compasión, amor incondicional, respeto y cuidado de los débiles y deseo de no dominar, sino de ser un compañero/a y amigo/a íntimo/a, pueden predicarse de Dios y hacerle más atractivo” (JOHNSON, 2002, p. 74-75). Esto se fundamenta en que la Biblia presenta rasgos maternales de Dios de manera contundente, como lo expresa el profeta Isaías: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (49, 15). Esta opción es muy aceptada por muchos teólogos porque afirman que la paternidad de Dios debe seguir siendo el signo cristiano por excelencia, pero de esa manera se libera del sexismo y enriquece la antropología cristiana.

Sin embargo, los problemas que tiene esta solución son que Dios sigue siendo concebido a imagen de un varón, con las características propias del sexo masculino, siendo matizado por los atributos femeninos que siempre quedan en un lugar subordinado. Incluso, queda fortalecida la figura masculina, al considerarse ahora más completa, por la introducción de los rasgos femeninos en ella. Esta imagen masculina de Dios con rasgos femeninos fortalece a los varones porque ellos conquistan su lado femenino, pero no produce ningún efecto en las mujeres que siguen siendo el complemento del varón y no la plenitud de su ser personal. Ellas quedan capacitadas solamente para representar los rasgos femeninos de Dios, pero no a Dios mismo. “La desigualdad no es reparada, sino sutilmente promovida para que la imagen androcéntrica de Dios siga en su lugar, realzada en su atractivo mediante la inclusión subordinada de rasgos femeninos” (JOHNSON, 2002, p. 76). Además, ¿con que derecho puede decirse que los rasgos femeninos son exclusivos de las mujeres y no de todo el género humano? Y podría preguntarse a la inversa ¿por qué los rasgos atribuidos al género masculino no pueden ser también de las mujeres, cuando la historia nos muestra que ellas los poseen, aunque hayan sido invisibilizados y perseguidos a lo largo de la historia? En conclusión, aunque esta primera solución ha servido para comenzar a valorar los rasgos femeninos, de esta manera no se logra contrarrestar el símbolo patriarcal de Dios y mucho menos devolver a las mujeres la inclusión y el reconocimiento de su dignidad que nunca debería haber sido invisibilizada.

3.2 El Espíritu Santo como ícono de la feminidad de Dios

Otro camino para darle su lugar y valor a lo femenino ha sido fijarse en la tercera persona de la Trinidad. En arameo, la palabra “ruah” (Espíritu) es femenina y, aunque el género gramatical de una palabra no es suficiente para rescatar lo femenino, ayuda a comenzar la reflexión añadiendo además otros aspectos más importantes. La sagrada escritura hace uso de la imagen del ave hembra que se cierne sobre el nido y empolla los huevos para producir vida y que remite al espíritu que aletea sobre las aguas en el momento de la creación (Gén 1,2) y al espíritu en forma de ave que desciende sobre Jesús en el momento del bautismo (Lc 3,22).

En la Iglesia primitiva se interpretaba al espíritu divino en términos femeninos, atribuyéndole el carácter materno presente en los orígenes de la encarnación de Cristo, que engendra nuevos hijos por el bautismo o que hace presente el cuerpo de Cristo en el misterio eucarístico. El teólogo brasileño, Leonardo Boff, propuso al Espíritu Santo como la presencia femenina de Dios. Más aún, Boff llega a proponer la divinización de lo femenino en la persona de María, a semejanza del logos que se encarna en Jesús. Sin embargo, estos esfuerzos carecen de consistencia firme, más aún cuando Boff mantiene el esquema dual de masculino y femenino con sus diferencias, siguiendo el esquema de Jung, donde lo masculino es la luz, la transcendencia, la apertura al exterior y la razón; mientras que lo femenino es la oscuridad, la muerte, la profundidad y la receptividad.

En Europa, teólogos como Yves Congar también proponen al Espíritu como la persona femenina de Dios o incluso la feminidad de Dios. Aunque él intenta liberar esa imagen femenina de los atributos pasivos que se identifican más con las mujeres, propone que se entienda desde el punto de vista de la maternidad, viendo esta como actitud activa de criar, amar y educar a los hijos. Sin embargo, de esta manera mantiene lo femenino o, lo que es lo mismo, a las mujeres en su papel de madres que, siendo un rol importante no es el único ni el que determina todo el ser de las mujeres, ya que muchas no son madres y no por eso dejan de ser mujeres. Todos estos esfuerzos, sin dejar de ser valiosos, presentan inconsistencias y mantienen la posición subordinada de lo femenino frente a lo masculino.

Además, la tercera persona de la Trinidad ha carecido en la tradición cristiana de un rostro personal. Si a Dios se le ha designado como Padre y a su Hijo como la encarnación en Jesús, el Espíritu ha permanecido como el más misterioso de los tres, sin un rostro definido. Es decir, tendríamos un Dios que se representa mayoritariamente como masculino y solo de una manera algo amorfa como femenino.

Por otra parte, en el misterio trinitario, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y, aunque la doctrina tradicional no pretende mostrar ninguna subordinación del Espíritu, para un público sin dicha formación teológica podría interpretarse como subordinación, favoreciendo una interpretación donde lo masculino representado por el Padre y el Hijo aparece como superior a lo femenino representado por el Espíritu. De hecho, sigue vigente en la representación del logos, lo masculino, el orden, la novedad, la exigencia, la actividad y la transformación; mientras que, en la representación del espíritu, lo femenino, se da la receptividad, la empatía, el sufrimiento y la conservación (Cfr. JOHNSON, 2002, p. 77-82)

Un problema más complejo es que al hablar de dimensiones en Dios, se hace desde la dualidad masculino y femenino y a lo que se llega es a ontologizar la sexualidad humana en Dios, identificando el lenguaje simbólico con el ser mismo de Dios. Es necesario dejar claro que todo lenguaje – masculino o femenino – ha de evocar a Dios mismo y no a una parte suya. Con eso lo que se consigue es fortalecer el sistema patriarcal y divinizarlo manteniendo esa estructura divina en la sociedad y en la Iglesia.

3.3 Un Dios que sustenta la igualdad fundamental entre varones y mujeres

Como hemos visto hasta ahora, los esfuerzos por hablar en femenino de Dios resultan insuficientes y, sobre todo no liberan a la imagen de Dios de rasgos patriarcales en los que las mujeres mantienen su papel subordinado. Por eso una vía más adecuada es acudir a la creación del ser humano por Dios, en el que se afirma que tanto varón como mujer son imagen y semejanza suya (Gén 1,27). Si nos apoyamos en esta afirmación bíblica y sacamos todas las consecuencias que de allí se desprenden, podremos afirmar que tanto las imágenes masculinas como las femeninas pueden representar a Dios, pero no en algunos aspectos, dimensiones o rasgos, sino a todo el ser divino. Esto no es posible sin liberarnos de los imaginarios patriarcales que encasillan a varones y mujeres a unos roles determinados y sin darnos cuenta de que, las resistencias para hablar de Dios en femenino vienen de la sociedad patriarcal que nos ha introyectado la primacía de lo masculino y lo secundario de lo femenino.

Es necesario apelar a la tradición eclesial y mística en las que el uso del lenguaje femenino se hacía con más naturalidad. Uno de estos ejemplos lo tenemos en Juliana de Norwich que se refería así a Jesús: “La madre puede dar de mamar su leche a sus hijos, pero nuestra querida Madre Jesús puede alimentarnos con él mismo y lo hace, con el mayor detalle y ternura, en el santísimo sacramento, que es el precioso alimento para la verdadera vida” (citado por RUETHER, 1983, p. 67).

Pero también los textos bíblicos utilizan las dos imágenes para hablar sobre Dios. Por ejemplo, las parábolas de la misericordia del evangelio de Lucas usan la imagen de un pastor que pierde las ovejas (15,4-7) pero también la de una mujer que pierde la moneda (15,8-10). Ambas imágenes son igual de legítimas para representar a Dios. Sin embargo, en la liturgia y en la iconografía se ha dado lugar a la primera y, prácticamente, se ha ignorado a la segunda.

El misterio de Dios trasciende todas las imágenes posibles, pero puede ser formulado igual de bien y con las mismas limitaciones en conceptos tomados de la realidad femenina y de la masculina. La perspectiva diseñada aquí parte de la idea de que sólo cuando Dios es nombrado así, sólo cuando la plena realidad de las mujeres (lo mismo que la de los varones) entra a formar parte de la simbolización de Dios junto con los símbolos del mundo natural, sólo entonces podrá ser destruida la fijación idolátrica de una sola imagen y será liberada para nuestro tiempo la verdad del misterio de Dios, junto con la liberación de todos los seres humanos y de toda la tierra (JOHNSON, 2002, p. 85).

4 La masculinidad de Jesús ¿un problema?

Después de la reflexión hecha sobre el lenguaje y el símbolo para referirnos a Dios buscando hablar de él con términos masculinos y femeninos, nos preguntamos si la masculinidad de Jesús no es un problema insuperable para dejar de pensar a Dios en masculino. Así lo afronta Elisabeth Johnson:

El que Jesús de Nazaret fuese un ser humano masculino no se cuestiona. Su sexo era un elemento constitutivo de su persona histórica junto con otras particularidades tales como su identidad racial judía, su ubicación en el mundo de la Galilea del S. I, y así sucesivamente, y como tales hay que respetarlas. La dificultad surge, más bien, del modo en que la masculinidad de Jesús se elabora en la teología y la practica eclesial androcéntricas oficiales (JOHNSON, 2003, p. 120-125).

La masculinidad de Jesús ha sido utilizada para reforzar la imagen masculina de Dios, distorsionando así el verdadero ser de Dios y reforzando la sociedad patriarcal. Una primera distorsión ha sido la de considerar la masculinidad de Jesús como una característica esencial del ser divino y reforzándolo con el uso exclusivo de imágenes masculinas para hablar de Dios.

Otra segunda distorsión es creer que por el hecho de Jesús haberse encarnado en un varón, estos gozan de más posibilidad de identificarse con él. Por eso, solo los varones son capaces de representar a Cristo plenamente. Se llega entonces a pensar que las mujeres son incapaces de identidad crística, e incluso a algunos les causa horror de hacerse una pregunta legítima: ¿Podría el hijo de Dios haberse encarnado en una mujer? Por eso es necesario recordar que la doctrina de la creación y la teología del bautismo no señalan en ningún momento una exclusividad masculina.

La tercera distorsión es la posibilidad de que las mujeres no sean salvadas por Cristo. Si se es coherente la afirmación de San Ireneo de que “lo que no es asumido no es redimido”, al Cristo no haber asumido la corporeidad de las mujeres, puede que a ellas no llegue la salvación. Estas distorsiones quedan corregidas con los datos bíblicos: “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) y no el Verbo se hizo varón.

Además, al fijarnos en el actuar de Jesús es importante su relación con las mujeres, mostrando que superó las expectativas de la sociedad de su tiempo donde haberlas dejado en un segundo lugar, hubiera correspondido con el lugar asignado para las mujeres. Pero Jesús, coherente con el anuncio del reino, incluye a las mujeres en el grupo de sus discípulas, las constituye en las primeras anunciadoras de su resurrección y destinatarias de su salvación. En definitiva, es necesario recordar que

[…] entre las múltiples diferencias, la masculinidad de Jesús se aprecia como intrínsecamente importante para su propia identidad histórica personal y el reto histórico de su ministerio, pero no teológicamente determinante de su identidad como el Cristo ni normativa para la identidad de la comunidad cristiana (JOHNSON, 1991, p. 499).

En otras palabras, es anacrónico invocar la masculinidad de Jesús para restringir algún espacio de acción de las mujeres. Como hemos dicho, la masculinidad de Jesús es una realidad histórica pero no constituye una necesidad ontológica en la que se juega la salvación de la humanidad.

Es necesario seguir teologizando sobre esta realidad para transformar las mentalidades y los imaginarios y poder invocar al Dios que excede cualquier identificación genérica pero que, al mismo tiempo, se encarna en nuestras condiciones históricas de una manera más integral que diga y simbolice la creación divina de varones y mujeres a imagen suya de manera plena y total. En este sentido, trabajar sobre el lenguaje es un recurso indispensable.

Un lenguaje no sexista, inclusivo, liberador para las mujeres sobre Dios pasa por todas las formas de significación y ha de encarnarse en ellas para mostrar la inabarcabilidad del misterio divino, pero también para transformar mentes y corazones, algo tan necesario para un cambio real del contexto patriarcal que nos hizo hablar de Dios con símbolos exclusivamente masculinos, y que hoy necesita recuperar otro lenguaje que incluya lo femenino, no como dos partes complementarias sino como la riqueza del ser humano sexuado que desarrolla todas sus potencialidades y hace de cada uno un ser humano único e irrepetible en relación con todos los demás, sean varones o mujeres (VÉLEZ, 2018, p.139).

Olga Consuelo Vélez Caro. Doctora en Teología. Fundación Universitaria San Alfonso. Texto enviado en 20/04/2023, aprobado en 20/10/2023, publicado en 31/12/2023. Original español

Referencias

BAUTISTA, E. Dios. In: NAVARRO, M. (Dir.). 10 mujeres escriben teología. Estella (Navarra), 1993, p. 105-130.

BENHABIB, S. “Una revisión del debate sobre las mujeres y la teoría moral”. Isegoría 6 (1992): 37-64

HERLINDE, P.  Deus/Deusa. IN: GÖSSMANN, E., MOLTMANN-WENDEL, E., HERLINDE, P., PRAETORIUS, I., SCHOTTROFF, L., SCHÜNGEL-STRAUMANN, H. Dicionário de Teologia Feminista. Vozes: Petrópolis, 1997, p. 92-98.

JOHNSON E. La cristología hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús. Madrid: Sal Terrae, 2003.

JOHNSON, E. La masculinidad de Cristo. Revista Concilium 238 (1991), p. 489-499

JOHNSON, E. La que es. El misterio de Dios en el discurso teológico feminista. Barcelona: Herder, 2002.

RUETHER, R. Sexism and God-Talk. Toward a Feminist Theology. Boston: Beacon Press, 1983.

VÉLEZ, C. Cristología y mujer. Una reflexión necesaria para una fe incluyente. Bogotá: Editorial Javeriana, 2018.